En la calle Pelleteria, hace cinco años, alguien escribió en la puerta de un garaje "Maldita Ciudat". Errores ortográficos aparte, pensé que la desesperación a menudo hace migas con la ignorancia.

Una maldición es lo último que podría escuchársele a quien durante más de cuarenta años ha vivido en Pelleteria, al calor del horno histórico que compró el abuelo, que continuó el padre y que acabaría sellando el hijo. Y motivos no le faltaron a quien trabajó con precisión de reloj, sí, pero con calma de panadero.

Miquel Pujol Ferragut fue el hijo de aquel artesano que horneó los cremadillos que tomaban en el desayuno los niños de las familias ´bien´ de Palma en Montesión. Con ellos compartió la bancada de las aulas de los jesuitas pero desde los 16 años estuvo aprendiendo un oficio que le convirtió en "célula solitaria". Él siempre supo el lugar que ocupaba, siempre supo donde colocarse, siempre en segundo, o tercer plano, jamás chupando cámara.

Él y sus hermanos jugaban en la calle, en un tiempo en que no había tanta desconfianza, o era de otra clase, y los padres no vivían tan angustiados pensando que a sus hijos les iba a pasar cualquier tragedia, tiempos de austeridad, incluso en los temores.

Creció Miquel y su habilidad pastelera no se conformó con hacer las cosas como siempre. Mantuvo el mobiliario, la vitrina que compró el abuelo Miquel Ferragut, los envases vacíos de los refrescos de las meriendas, Orambo, Miret, y aquel san Pancracio protector pero fue sagaz en sus aventuras culinarias. No se rasgó las vestiduras y a la ensaimada la rellenó de bacalao.

Se le llamó Miquel de Pelleteria y Miquel ´el gordo´, y él no se arrugaba en contar los kilos perdidos en sus dietas. No adelgazó para presumir sino por obligación, la diabetes le dejó el cuerpo a su merced siempre. Hasta el final. ¡Tiene narices padecer de azúcar quien endulza la vida ajena!

Palma está perdiendo memoria a paso de gigante. La historia no solo se cuenta en los libros, se escribe en lugares como el Forn de Pelleteria. Quizá por eso, Miquel no quiso dejar de vivir en el piso de arriba, solo hasta el final, cuando la salud le quebró, fue donde los hijos.

Los vecinos le veían y hasta jubilado siguió horneando los cremadillos. Cuando cerró, hace algo más de año y medio, bastaba con asomarse y sin apenas diálogo -Miquel no era persona de mucha palabra-se metía adentro y preparaba la masa.

El Forn de Pelleteria tuvo muchas vidas porque de noche, cuando se bajaba la malla metálica, Miquel horneaba las lechonas que horas después serviría en el interior de aquel escenario en el que se ha pasado la vida, rodeado de los fetiches que él guardaba como tesoros de náufrago, de las fotos y retratos que le hicieron algunos amigos artistas. Los que cenamos en el horno a puerta cerrada jamás le olvidaremos por más que el Seneca de camiseta blanca llena de lamparones, bermudas y últimamente calzado con unos croker, dijese que "de los muertos solo hablan tres días".

Probablemente tenga razón porque con él es otra página más que se cierra sobre la historia de una ciudad, maldita o no, que está mudando piel. Comeremos cremadillos mejores, ensaimadas sabrosas, pero será difícil encontrar en el horno a "una célula solitaria" como Miquel Pujol Ferragut. Irrepetible.