Si creyera en los ángeles, diría que a veces bajan del cielo para caminar por una ciudad que se llama Palma pero también podría llamarse Berlín. Si creyera en los ángeles, diría que se cortan las alas para poner su cuerpo a tierra. Si creyera en los ángeles sabría que tú no existes y yo tampoco. Soy un borrador.

"Mírame, Occidente se muere, mi amor. Guerra y paz, derramada la sangre, los vinos se amargan". La tarareaba desde la mañana de Navidad, tras el paseo por parques vacíos, por plazas desiertas, por personas solitarias que se hacían compañía por un perro. ¡Qué solos estamos que solo tira de nosotros un can!

Suena el teléfono, parpadea en verde ese pesado con nombre de guasa, y a él le pesan los 21 gramos de un alma que sabe invento. Ni de Dios ni de nadie, ni tuya siquiera. Agustín García Calvo no tiene calle en esta ciudad del Mediterráneo, pero él estuvo aquí, con los de la fábrica Coromina, derribada para poner una gasolinera y porque los okupas no pagan con dinero. Muy cerca puede que salga de su extrañamiento Marcel Camus, ayudado por los niños que se columpiarán porque apenas poco más pueden hacer los Extranjeros que columpiarse en un trozo de tierra que llaman parque.

Mira por la ventana, y ahí sigue ese mar de blues, como sigue el edificio de Gesa, con pestañas marrones que se le iluminan a la puesta de sol. Ahí está sin que nadie prenda la mecha un palacio que es amasijo de vergüenza. Esto no es una inocentada. Nadie pasará a cuchillo a los inocentes porque no los hay. Esto no es cuento. Es la realidad, Un esbozo. "Mírame, Occidente se muere, mi amor".

Los veo a diario, aumentan como las gotas de agua cada mañana al abrir el primer ojo. No miran. No se distraen. Aprietan sus manos sobre el mango de una silla de ruedas, de un cochecito de bebé o de un carrito de la compra y, los más audaces, del carro del supermercado. Son solo sombras de si mismos. Hoy son ellos; mañana podremos ser nosotros, amor.

Cruzan puentes como el de Pont del Tren, sí ese que derribó una noche Mabel Cabrer; se quedan a las puertas de los comercios por si les cae una moneda.

No suelen quedarse a la puerta de los teatros porque allí no les cae ni un céntimo pero aquella noche le vi. Hacia frío. Iba envuelto en una trenka azul, vieja, apoyaba su cabeza sobre la fachada del Teatre Principal como si la auscultura, igual que un médico busca en los sonidos del pecho una alarma o un alivio.

Apenas se movía, hasta que alguien cantó a un "farolillo azul". Escuchó la voz de alguien: "Seguro que vamos a un buen lugar". Supo que La Búsqueda había tenido sentido. Era hora entonces de partir, de elevar sus alas, de regresar a un lugar donde palabras como Occidente, Palma son solo rastros en la niebla.