Hace años, un inquilino de un edificio miraba por el patio de luces el solar vacío abierto a la calle, ya que aún faltaban por construir unos cuantos edificios para cerrar la manzana. Una mañana fue todo distinto. Una carpa de circo se había levantado en él y aquel vecino comprobó que iba a convivir durante un corto tiempo con elefantes, tigres, leones, payasos, funambulistas. Las gentes del circo le devolvían a la infancia. A tiro de piedra de la ventana. Cada mañana se asomaba a ver la vida bajo la carpa.

Era una escena surreal pero a menudo el surrealismo se apaña para ser más real que la realidad. Cuando al cabo de un mes, el solar volvió a quedar desierto, los vecinos se quedaron tristes. Se habían acostumbrado a ver desde la ventana como ese pequeño mundo transcurría frente a sus narices, ajenos a la cotidianidad. Los circos viven otro tiempo. Sus relojes son clepsidras.

Llega la pre-Navidad y Palma vuelve a ser ciudad de acogida de feriantes. Una mañana, la vía pública aparece tomada. Los feriantes se instalan con sus atracciones en calles como Blanquerna y en plazas como la de Miquel Dolç. No son circos, no hay carpas, y las atracciones no son de metal sino de plástico: toboganes e hinchables.

En la plaza de Miquel Dolç, a las puertas de Son Gotleu, el habitual caos de coches de esa rotonda con semáforos que emiten señales equívocas se ve ahora reforzado con el colchón, la pista americana y la olla, cuyos precios van de los 3 euros (un viaje) a 5, dos. Entre 15 y 4 minutos de duración.

El domingo es tibio. La mañana no favorece a la feria. El mundo de las atracciones pertenece a la luz eléctrica. Le van los destellos chillones, los fogonazos de color chicle. Circo y feria son de la noche.

No hay ni un niño que quiera deslizarse por ese tobogán de goma. A su lado, Alfonso aguarda resignado el paso lento de las horas. Escucha una pequeña radio con cascos. No es ni dueño ni jefe de la atracción; él es solo ayudante. Él fue soldador.

Nació en Rosario. Lleva diez años viviendo en Mallorca. El verano lo ha pasado en el norte, cerca de las playas. "Ha sido muy floja la temporada", señala. No parece que el invierno vaya a mejorar. "Está siendo muy mala. No hay dinero", reconoce. Hace diez años que vive en la isla, "y por nada de este mundo me vuelvo a Argentina". De oficio, es soldador. "Trabajé durante años en compañías de gas, sobre todo inglesas, en toda América; llegué hasta Alaska", dice con una mirada postrada de lejanía. "No vuelvo a Argentina. Allí todo es mugre, y los niños ya agarran pistolas", dice sacando sus palabras de la espesura de un bigote amarillento.

Frente a cada atracción se han dispuesto sillas para que los padres miren el teatro que son capaces de hacer sus hijos cuando se deslizan por un tobogán hecho sin soldaduras.