En 1967, una mujer de piernas largas con un vestido con brillantitos (lógicamente, falsos) muy corto y descalza ganó el Festival de Eurovision. Sandie Shaw y sus Marionetas en la cuerda se llevó el gato al agua. En la España desarrollista, a la cuerda se le cantaba La estaca y se la hacía caer en sordina y en la clandestinidad.

Asomaba la nariz los setenta y en ciudades como París los estudiantes se las veían a adoquín limpio con la autoridad. La chanson era el grito melódico de la protesta de la burguesía contestataria que años después ocuparía el poder. Marionetas en la cuerda, que cantó la pelirroja.

En la plaza Major conviven, cuando pueden y cuando no hay policía a la vista, europeos y africanos. Son los artistas de la calle que se buscan con malabares y destrezas de ilusionista unas perras gordas que llevarse a la cazuela. Como en todo, hay clases también en el mercadeo de la distracción y mientras a unos se les mira con buenos ojos y la autoridad les da el beneplácito, a otros les mira torcido.

Más allá de ser epicentro del turisteo de ciudad, la plaza Major registra escenas, propias de una ciudad que no solo es destino turístico, afortunadamente, sino que también es espejo de ciudad de gestos tiernos.

Hay un pequeño teatrito en la plaza del que asoman marionetas guiadas por unas manos ágiles que les cuenta a los niños historietas que les hacen reír o mirar asombrados a su alrededor porque algo no entienden. En un descanso de la función, una señora se puso a hablar con los protagonistas del teatrillo, esas figuritas de trapo que mueven unas manos invisibles, de un cuerpo también escondido.

La escena era puro teatro porque a ver si no era de comedia que una señora hablase con ´nadie´, es decir, con alguien que tenía voz pero no tenía cuerpo, con alguien que adoptaba la forma de persona de trapo pero hablaba como alguien de carne y hueso. Todo muy raro.

Se apoyaba la señora en su carro de la compra y echaba palique en la plaza que, a esas horas, aún no registraba el número preciso de visitantes como para que la marioneta pudiese charlar tranquilamente con ella.

No había agentes a la vista, y los vendedores de bolsos de marca falsa avistaban a los pocos turistas que merodeaban bajo las arcadas de una plaza que en su tiempo fue de abastos, permitió el tráfico de coches y que es el volcán de las manifestaciones autorizadas.

Ya lo cantaba Sandie Shaw, somos marionetas en la cuerda, mientras movía sus pies descalzos. La audacia de aquel gesto se convirtió en moda. Los setenta fueron los del amor libre, las cintas en el pelo, las faldas largas y aquí en Mallorca, de las cestas de palmito en las que las hipies llevaban su vida como la Piqué hizo con su baúl.

En la plaza Major, mientras llegan las riadas de turistas, hay tiempo para que una marioneta charle con una señora, en un alto de la compra, en un teatrillo. Como el de Valle-Inclán.