En el penúltimo debate sobre el estado de la ciudad, el bueno de Mateo Isern se mostró orgulloso y honrado de haber sido monaguillo durante su infancia. Parafraseando uno de nuestros más conocidos refranes, de Isern siempre se podrá decir en el futuro que fue monaguillo antes que alcalde. Dicho sea como elogio, pues creo que haber sido monaguillo de niño ha contribuido en su caso a forjar un carácter compasivo, tolerante y sosegado al llegar luego a la edad adulta. Yo nunca seré alcalde, para bien de nuestra querida ciudad, pero al menos fui también monaguillo, en la iglesia del Socors, a mediados de los años setenta.

Las misiones esenciales de un monaguillo eran en aquel entonces ayudar en misa, limpiar la iglesia los sábados por la mañana, asistir a las procesiones e ir a buscar las formas aún no consagradas y el vino. Para ser del todo riguroso, quizás debería matizar que en el Socors el vino en realidad no era vino, sino moscatel, según pude comprobar personalmente en alguna que otra ocasión. Otra peculiaridad de mi parroquia era que los tres monaguillos titulares pasábamos la mayor parte del tiempo libre jugando al baloncesto en el patio o al fútbol en la sacristía, aunque por fortuna nunca llegamos a romper nada. No hará falta que les diga que mi primer amor fue, naturalmente, una monaguilla. María Isabel era su nombre.

En aquellos años tan convulsos, las feligresas más mayores nos invitaban a tomar chocolate con ensaimadas en Can Joan de s'Aigo, en su ubicación originaria de la calle de la Vidrieria, casi con la misma regularidad con que algunos jóvenes se refugiaban en nuestra iglesia para esconderse de los grises. Ahora que no estamos viviendo tampoco tiempos demasiado fáciles, me atrevería a recomendarle muy humildemente a Isern, de monaguillo a monaguillo, que si en algún momento se llegase a ver sobrepasado por alguna situación concreta, acuda a la iglesia del Socors, en donde se encuentra la muy venerada imagen de Santa Rita, abogada y patrona de los imposibles.