La mejor demostración de la existencia del alma son las tiendas de antigüedades. No hace falta leer a los neoplatónicos, ni empaparse con la doctrina de los Padres de la Iglesia. Basta con empujar la puerta, generalmente marcada por una campanilla. Entrar, respirar, mirar, empaparse.

El hombre suele ser cruel con los animales y las plantas. Pero se muestra incluso más desalmado con los objetos. Una vez han cumplido con su destino, o han pasado de moda, se desprende de cosas que durante todo un tiempo han ido acumulando su energía, su emotividad, sus sensaciones. Auténticos compañeros de viaje de su existencia.

Un día decide que ese cuadro, esa lámpara, aquél mueble, están viejos. Y se libra de ellos sin remordimiento.

Pero cuando nos encontramos con esas cosas exiliadas en sus templos de soledad y abandono, que son las almonedas y anticuarios, nos damos cuenta de su potencial anímico. Cada cosa ha quedado impregnada de la historia y la presencia de sus moradores. En su lugar de origen no se notaba, pero en un anticuario sí.

Robert Graves trabajaba con el método de la analepsis en sus novelas históricas. Si debía reconstruir un escenario de la Grecia clásica, buscaba una piedra de un lugar relacionado con la historia. Se la colocaba en la frente. Cerraba los ojos. Se dejaba impregnar por las imaginaciones y recuerdos que la piedra le inspiraba. Y luego escribía.

No hace falta ser un poeta para pasearse por esos objetos con alma y reconstruir fantasiosamente su origen, sus antiguos propietarios. Lo que ha contemplado. Lo que ha padecido. Las cosas hablan porque están en un medio propicio. Muestran su alma.

En realidad, los anticuarios no son tanto comercios como confesionarios de las cosas.