Los pintores miran de otra manera. Ven más allá. Al mismo tiempo que iba creciendo el Paseo Mallorca, la pintora Maria Carbonero jugaba entre sus descampados. A mediados de los años 50, las ciudades del incipiente desarrollismo español eran páramos que, a toda prisa en muchas ocasiones cambiaban de aspecto. Ella vivió entre las costuras de las calles traseras del Paseo Mallorca, Rubén Darío, Concepción y Bonaire. Hoy sus ojos se miran cincuenta años atrás cuando su tío, el arquitecto Pedro J. Barceló, construyó uno de los primeros edificios altos de la zona. "Recuerdo cómo se plantó este árbol delante de casa, y cómo en primavera, cuando la copa estaba frondosa, llenaba de verde mi casa".

Su padre, Matías, bajaba a tomarse cafés y lo que se terciara al Bar Vicente, abierto por Vicente Fuster en 1968, y hoy regentado por su hijo Luis. En ese mismo bar, donde los vecinos y habituales saludan las horas, paró el artista Ocaña que exponía en La Misericòrdia.

Frente al bar, en la placita de Concepción, sigue en pie la fuente. Hoy seca, y apuntalada por unos infames cubos de basura. "Era de cuando Franco era cabo", apunta Goyo Pérez, dueño del Bar Drach, abierto 23 años atrás. A su lado estaba la carnicería, aún recuerda la pintora a Maruja la carnicera que despachaba junto a su hijo Miquel. En ese "rincón" esperaban las Carbonero, Maria, Matilde y Marilén, el autobús que las llevaba al cole en el Pont d´Inca. Antes de educarse en el extrarradio -esa costumbre de trasladar los colegios fuera del perímetro central de la malla urbana- se educaron en el colegio de las Trinitarias, en la calle Concepción. Hoy regresa al patio la pintora y con algunos cambios, sin embargo, persisten aquellos bancos de patio andaluz como ella los recuerda.

En esa misma calle, asoma el pasaje de timbre y estampa lisboeta, la calle de les Esparteres, trasera de dos restaurantes que han alimentado a una generación, la bodega Santurce y el O´Arco, desde Bilbao a Galicia. Con Antón Rocha y Juan José Carmona en cocina. El primero, heredero del acervo pelotari del padre Antón y de la madre, jugadora de raqueta, Montserrat Capellán. Por allí desfilaron los jugadores del Jai-Alai, del Paseo Mallorca en construcción. El padre de las niñas Carbonero las llevaba y también iban al cercano canódromo. Eran tiempos en que existían lecherías, ultramarinos, tiempos de alpargatas. Algunos las compraban en la Alpargatería Concepción, abierta 80 años atrás. Son muchos los que recuerdan a Carmen Fernández, hoy jubilada. Le cedió el testigo a la empleada María Visitación Hernández, ayudada por Aurora Sánchez. "Quedamos pocos", dice la joven.

En lo que se acabaría convirtiendo en la zona más codiciada de la clase media, media-alta, de Palma, las niñas Carbonero y sus amigas de barrio, incluso las gitanillas que vivían en los solares y que ya atrajeron la mirada de pintora de Maria, se escribió una página del up-down de la ciudad. Pura dialéctica. La pintora se hizo del verde del árbol de su calle, del color arena de la tierra sin urbanizar, del color canela de las gitanas de ojos negros, y del ´pintador´, que así llamaba al taller su abuelo materno, el pintor Pedro José Barceló, quien compraría el solar donde se elevó el edificio familiar. Muy cerca, la pastelería Dalmau, pionera en suculencias. Han pasado cinco décadas. La memoria de la pintora las recupera en un paseo.