Cuando vives en una gran ciudad, el cielo supone apenas un aderezo. Las megápolis te obligan a transcurrir entre calles enormes, rodeadas de altos edificios. Y el cielo se reduce a una franja confusa, a veces desacuarelada por las luces artificiales y los neones. Tienes la sensación de habitar permanentemente en el cuarto de baño de una casa.

Qué gran privilegio asistir a los acontecimientos del cielo. Sea desde tu ventana o a partir de un mirador cercano, que te permita una visión panorámica. Global. Es algo importante sobre todo en esta estación, cuando los cielos se convierten en una auténtica epifanía. La manifestación y el anuncio de luces, celajes, contracelajes, alfombras de altocúmulos, azules en degradación, o rosas tan fluorescentes que contagian incluso a las paredes de piedra.

Los días de cambio meteorológico, hay composiciones que recuerdan los cuadros de Turner. Pero que cuelgan sobre el humilde paisaje de la Vía de Cintura. Se cruzan entonces dos registros cósmicos radicalmente distintos. Por un lado el devenir metafísico de las nubes, que parecen esos cielos anunciadores de vírgenes y santos del Museo del Prado. Y por otro, los coches, las motos, la gente atareada que no hace ni caso a tan impresionante despliegue célico. Con su vida minutera, profana, hormigueril.

La contemplación de las epifanías del cielo te hace más grande, espiritualmente hablando. Pero también puede inducir a ciertas melancolías.

Si a uno le acaban por abrumar esos cielos tan cinematográficos, siempre puede utilizar un truco fácil. Consiste en reflejar esa epifanía del cielo en un pequeño espejo. Basta una superficie acuática, un charco, un vaso, un metal bruñido, un cristal reflectante. Entonces, las nubes adquieren la precisión de una miniatura. Se convierten en domésticas, accesibles. Dejan de impresionarte como si fuesen el cortejo de Zeus, el que domina el rayo.