La festividad de Tots Sants llena la ciudad de olor a flores. Paseas por la Rambla, y todo son crisantemos. Esas flores humildes, un poco solemnes, que simbolizan la supervivencia del recuerdo. La evocación de las personas ausentes.

El aroma de las flores puede ser sensual, alegre, invasivo. Pero la mayor parte de las flores funerarias desprenden otro tipo de perfume. Es una emanación más solemne, discreta, intimista. No para despertar las grandes pasiones, sino esos sentimientos casi lluviosos que van calando el fondo del alma. Evanescentes y profundos.

Se da la circunstancia, por unos días, que una parte de la ciudad huele igual que el cementerio. La ciudad de los vivos y la de los muertos se hermanan aromáticamente. En esa nube olfativa de las ausencias y los colores aterciopelados. Como una especie de cortina invisible que se une al otoño, los días nublados, las noches resonantes.

La ilusión dura poco. Porque el día siguiente a la festividad de los Difuntos, las flores del cementerio comienzan una lenta agonía. Van secándose y adquiriendo un aroma distinto. A rancio, a mustio. Mientras que los ramos de la ciudad siguen rozagantes, pefumados.

Así hasta que, poco antes de ser retirados, los conjuntos florales del camposanto esparcen una atmósfera final. La misma que esas flores que olvidamos en un búcaro, se ajan, se doblan, el agua se enturbia. Y exhalan una especie de lenta despedida. Esa transición de los perfumes florales en noviembre contiene todo un lenguaje. Nos cuenta cosas. Nos hace transitar por los senderos interiores del recuerdos.