El hombre contemporáneo está preparado para muchas cosas. Pero entre ellas no se encuentra la espera. En general, tenemos una concepción del tiempo compartimentada y consecutiva. Una secuencia programada, unas metas, unos horarios. Y en ellos no se encuentra el hiato suspensivo que no se sabe cuánto dura ni cómo acaba. Por eso nos desconcierta la espera.

Con los móviles y otras tecnologías, la gente aprovecha más esos momentos de vacío. Pero se trata de una trampa, porque llenan la espera con otras ocupaciones. Y la espera hay que vivirla como tal. Del mismo modo que lo hacían en otras épocas, o como ocurre todavía en muchos países acostumbrados a ese tiempo sin fondo.

La espera más desagradable es la de los hospitales. Cuando uno está pendiente de una noticia angustiosa. Los minutos pasan lentísimos a la luz de los fluorescentes. Entre los ruidos apagados y el ir y venir del personal sanitario. Allí es difícil evadirse de las preocupaciones. Y sólo cabe ese funambulismo de la esperanza. Que recorre el hilo fino trazado sobre las aguas negras de las enfermedades o los accidentes.

Pero existen esperas más aprovechables. Últimamente se han puesto de moda los anunciadores, a través de los cuales un moderno sistema va bocinando los avances numéricos. Como si fuera una lenta anticipación de tu destino. Moooc. A73. Moooc. B18.

En esos trances, la mente se te queda algo flotante. Te invaden recuerdos, pensamientos. Experimentas una especie de zen del tiempo que pasa, bastante terapéutico paara quienes sufrimos la enfermedad de la prisa y el estrés. Estar sin tener nada inmediato que hacer es como contemplar las olas o el fuego de una chimenea. Los números van pasando, la gente desfila. Y tú permaneces estable, con tu numerito en la mano, sumido en tus interioridades.

A veces, cuando estamos muy estresados, nos iría bien pedir un turno en cualquiera de las oficinas municipales o de Correos. Sólo para sentarnos, quedarnos en blanco, y ver cómo circula el tiempo lentamente, número a número. Sin nada más que hacer.