Durante el enfrentamiento que tuvieron España y Francia a principios del siglo XIX —es decir, la Guerra de la Independencia, o del Francés—, las Islas Balears quedaron fuera del escenario bélico. Ello provocó que en aquellos momentos, la capital del archipiélago se convirtiera en refugio de muchos peninsulares –y también de algunos extranjeros– que escapaban del vendaval napoleónico. Hacia el año diez, Palma ya había acogido unos 40.000 nuevos habitantes, cuando allá por el 1800 había soportado una población que apenas sobrepasaba las 30.000 personas. De esta manera, fueron arribando a la isla fabricantes, artistas, miembros del clero, pequeños industriales, desertores y fugitivos, señoras sin recursos... muchos de los cuales se vieron obligados a convertirse en aventureros y aventureras de todo tipo. Las calles de Palma, de secular parsimonia, de repente se tornaron en el cauce de un incesante flujo de personas forasteras que pululaban de aquí para allá. Miquel dels Sants Oliver, todavía pudo conocer de sus mayores algunos de los nombres de aquellos "nuevos palmesanos", de los cuales, algunos, montaron un negocio en la ciudad. Por ejemplo, un personaje que enseguida quedó integrado en la vida de la ciudad fue Miquel Domingo, impresor y librero valenciano que abrió su establecimiento muy cerca de la plaza de Cort. En esta librería "se hojean los impresos llegados de Cádiz, se recogen las cartas y los encargos, se discute, se perora, se desbarra". Domingo fue colaborador del liberalismo mallorquín representado por Isidoro Antillón, Guillem de Montis y Miquel de Victorica, y fue miembro fundador del diario Aurora Patriótica Mallorquina. La Casa de Moneda de Cataluña, también pasó a Mallorca con todos sus empleados, la cual continuó con sus acuñaciones. Lo mismo sucedió con la fundición de caracteres de imprenta que estaba a cargo de los carmelitas, que desde Barcelona se tuvo que trasladar a Palma. El asunto de esta fundición fue tratado como tema de Estado por las Cortes de Cádiz, pues los carmelitas proveían a todas las imprentas del país. Otro personaje que se hizo popular fue el señor Macià de Barcelona, ardiente conspirador político. Instaló una fábrica de naipes y almacén de papeles en la plaza del Mercadal. En la calle de Sant Nicolau, cerca del horno del Santo Cristo se montó una fábrica de fideos y sopas finas. Don Ildefonso de Palma, profesor de escultura y tallista de la Real Fábrica de coches de Su Majestad estableció un taller en el callejón Des Pas d´en Quint. El profesor Francisco Gil empezó a dar clases de botánica en casa del cirujano Bover y acabó estudiando tres años la flora mallorquina montando un jardín botánico en las cercanías de la finca de Son Llatzer (actual hospital). La lista de refugiados sería interminable, y eso que no se han nombrado a los que seguramente más fama tuvieron en Palma. Me refiero al ebanista y escultor Adrià Ferran –del que ya tuvimos ocasión de hablar–, del arquitecto Isidro González Velázquez –que llegó a ser arquitecto municipal–, o de José Folch, escultor de cámara de Su Majestad y que durante su estancia en Palma realizó el magnífico sepulcro del marqués de la Romana.

En todo caso, lo que ahora interesa resaltar es que la llegada de los refugiados provocó una transformación sin precedentes en la ciudad. Puede decirse que en el transcurso de aquellos siete años, no hubo familia que no albergase en sus casas, por caridad o alquiler, dos, tres o más refugiados. Las fondas y cafés se multiplicaron, mudando su tradicional inactividad somnolienta por el incesante murmullo que producían una amalgama de militares, clérigos, curiosos, desocupados, conspiradores e improvisados estrategas militares y analistas políticos. Sucedió como si Palma, tras un largo letargo, hubiese despertado de un sobresalto. Esos miles de nuevos palmesanos necesitaban conocer las últimas noticias sobre el curso que iba tomando la guerra. El centro neurálgico de la ciudad, la plaza de Cort, se convirtió en un hervidero de curiosos y tertulianos, ansiosos de nuevas noticias. En la céntrica plaza se podían comprar los periódicos –precisamente el Diario de Mallorca, nació en esos momentos–, y allí se leían las últimas noticias en voz alta. Estos lectores improvisados de voz en alto, solían añadir comentarios a su antojo, con lo que las noticias solían llegar muy exageradas e incluso inventadas. Contaba Antillón que en la plaza de Cort, cada ocho días se anunciaba la derrota de Napoleón, y cada mes su fallecimiento. Esa obsesión por conocer las últimas noticias acabó siendo satirizada por algún periódico, como por ejemplo, a finales de verano de 1811, en las páginas de Diario de Mallorca se podía leer: "Bulle la ciudad de plumistas y gaceteros que buscan fortuna corriendo de la Capitanía del puerto a Cort, de Cort a los cafés, a las tiendas de mercería, neverías, puestos de frutas, tabernas, despachos de comerciantes, almacenes de cacao y azúcar". Todo este ajetreo se acababa cuando la campana d´en Figuera –que en aquel entonces todavía coronaba la Torre de las Horas–, tocaba la una. Era entonces cuando ese totum revolutum se retiraba a comer.

Por las tardes era costumbre salir a pasear, bien por la parte alta de las murallas –"d´alt murada", paseo que, por cierto, se recuperará de nuevo completamente, cuando finalicen las obras del Baluard del Príncep–; bien por el Born hasta llegar a "las piedras del muelle"; bien por las Quatre Campanes, hasta llegar al convento de Jesús. Estos paseos fueron descritos por Grasset de Saint Sauveur, en su conocida obra Viaje a las Islas Baleares: "acuden al Borne los jóvenes a seguir la tertulia en los bancos que sacan a la calle los cafés y horchaterías; espantan a las mojigatas y requiebran a las pizpiretas que por allí transcurren, llegando, en domingo o en día de fiesta, hasta el paseo de Jesús".

Pero, ¿cómo se tomaron los palmesanos y palmesanas esta gran transformación de su ciudad?, ¿hasta qué punto trastocó sus vidas?