Palma a palma

Olor a enfermo

Carlos Garrido

Algunas sensaciones se encriptan, se ocultan en esa especie de cáscara de caracol donde guardamos las memorias no queridas. Pero no desaparecen por ello. Duermen, permanecen latentes. Nos marcan, queramos o no, un destino y nos prefiguran para más episodios del futuro. Cuando entras en un hospital, aunque sea para algo intrascendente o incluso agradable, te invade instantáneamente el olor a enfermo. Es una evidencia tan potente que anula otras categorías racionales. Probablemente, la historia se explicaría de forma más realista a partir de los olores. Sobre todo los dramas y tragedias: las guerras, los incendios, los terremotos. Pues vistos sólo en imagen pierden esa trascendencia física, olfativa, profunda que te dan los olores terribles.

El hospital está lleno de esos aromas infaustos. A habitación cerrada, a respiración fatigosa, a medicina, en el mejor de los casos a ambientador bienintencionado. Todos, en un momento u otro, acabamos en esa categoría. El olor adquiere una consistencia a medida que crecen los días de hospitalización. Se hace acre, contagioso. Se te impregna en la pituitaria y sólo él te va anunciando los vaivenes del pronóstico. A veces se hace más tenue, se mezcla con colonia, como si así nos avisara de que ha comenzado la mejoría. Otras veces, en cambio, se oscurece. Se mezcla con el sudor y otros humores corporales. Va adquiriendo esa consistencia tenebrosa que tienen las nubes de tormenta a lo lejos. Prefigura la recaída o la muerte. El olor a enfermo da miedo, porque es universal.

¿Qué pasaría si nos dejásemos llevar por los olores más que por las ideas y los prejuicios? ¿Seríamos más compasivos, más humanos? ¿O por el contrario nos invadirían los instintos más elementales y nos dejaríamos llevar por el miedo? Esa es la gran cuestión que, escondida en el fondo de nuestra mente, late a merced de los olores. Indefinida como el "espíritu que flota sobre las aguas" del Génesis.

Tracking Pixel Contents