Ahora que empieza el mal tiempo, es momento para apreciar las luminiscencias coloreadas de la ciudad. La lluvia las multiplica por miles en los espejos luminosos de la noche. Donde se reproducen en miniatura las luces de coches, semáforos, comercios. Por ejemplo, los rojos.

Un día lluvioso se convierte en un verdadero apoteosis de destellos rojizos. Los semáforos y sobre todo las luces de los coches dan un contrapunto cromático a la oscuridad y las sombras tan propias de este tiempo. Son como pequeños planetas Marte en el universo del asfalto, los metales, los cristales. Rojo sobre negro, siempre ha sido una buena combinación.

El rojo tiene un acento de urgencia, de llamada de atención. De manera que todas esas manchas cromáticas vienen a constituir una miríada de chispas, de contenidos, de alertas. El rojo siempre está "lleno" de algo. Al igual que el fuego contiene el calor, o la sangre la vida.

Bien distinto es el verde. Sólo los semáforos y algunos luminosos nos proporcionan esta gama. Además de las cruces de las farmacias. Un verde cálido, claro y luminoso. Como color que anuncia las interioridades de la vegetación y en cierto modo el latir profundo de la naturaleza, el verde resulta relajante. Sugeridor, abre horizontes. Ver una ristra de lucecitas verdes en los adoquines te inspira una especie de paz interior. Otro color dominante es el ámbar. El de los semáforos parpadeantes, pero también emitido por muchas farolas callejeras. El ámbar, como todos los tonos lindantes con el amarillo, causa un cierto desasosiego. Es el purgatorio de los colores, a medias entre uno y otro extremo. El lugar donde nadie quiere permanecer.Los reflejos callejeros reconstruyen microcosmos domésticos. Y adornan un poco la ciudad hosca y desapacible del otoño, al modo de las luces que se cuelgan en los árboles de Navidad.