El fuego tiene muchos ingredientes metafísicos. No sólo supone un poder absoluto, a menudo incontrolable, que destruye y purifica a la vez. También es un factor de cambio. Y por allá por donde ha pasado, deja un rastro perdurable. Inquietante.

Es la reflexión que sueles hacer al pararte delante de una casa quemada. Después del incendio, las paredes quedan chamuscadas. Los materiales más consistentes se doblan o quedan dañados. Los interiores se llenan de una carbonilla omnipresente, que huele a plástico o madera combustionada durante semanas. En las paredes se pueden divisar las huellas de las llamas, o esos churretes dramáticos que dejan las mangueras de los bomberos en su lucha por apagar el fuego.

Una casa quemada tiene siempre algo de sobrenatural. Como si por el hecho de haberse salvado de ese sacrificio hubiera ingresado en una categoría distinta de las cosas. No en vano no hay catarsis más temible que el calor asfixiante, el humo, la sensación de catástrofe que produce cualquier fuego, por pequeño que sea. Origina un pánico profundo, compartido por todos los seres vivos del planeta.

Esos escenarios de catástrofe quedan después abandonados, abiertos. Como si hubiesen sido poseídos y necesitasen el exorcismo del paso de los días, la ventilación, el olvido.

En cierta manera, recuerdan a esos episodios que a veces nos cambian la vida. Marcan un antes y un después. Y que por más que se pinten y repinten, que se cambien los elementos quemados, siempre conservarán el recuerdo trágico de aquel momento. Por el olor penetrante, por algunos restos negros que la pintura no ha logrado disimular, por un hierro doblado...

Tal vez esa sea la razón de que siempre nos quedemos pensativos delante de una casa quemada. Porque aparte de un accidente, no deja de ser al mismo tiempo un acontecimiento psicológico.