La persona que escogió la paloma como símbolo de la paz sabía poco de palomas. Desde niño, he convivido con estas aves ciudadanas. Con las que compartimos las calles, las azoteas, las plazas públicas, los jardines y ese cielo tan azul de los días de primavera.

Las palomas no son animales beatíficos. Los machos parecen en celo permanente y no cesan de perseguir a las hembras zureando pomposamente mientras hinchan todo el plumaje. Dan vueltas y vueltas alrededor de ellas, les cortan el paso. Y si la hembra se cansa y les da esquinazo, se deshinchan al instante y miran a su alrededor con mirada perpleja. Hasta que ven a otra y vuelven a repetir el mismo cortejo.

Muchas palomas llevan las heridas de crueles peleas. Se disputan ávidamente cualquier resto de comida. Y cuando se instalan sobre un alféizar hacen como ciertas personas. Se dedican a defecar siempre en el mismo sitio hasta que el cúmulo de mierdecillas es tal que ni ellas caben. Dejan excrementos fosilizados por allá donde pasan. Y por una estampa bucólica que ofrecen al volar en bandada, destacando como figuras blancas sobre el cielo, nos brindan más de un espectáculo sórdido.

Una cosa que siempre me ha sorprendido es que cuando están enfermas o a punto de morir, descienden a tierra. Se colocan en lugares abiertos, expuestos. Uno piensa que si fuese paloma se escondería en lo alto de alguna chimenea en caso de encontrarse mal, como si fuese un refugio. Pero ellas parecen sentir un extraño llamado de la tierra, y lo cumplen aunque sea peligroso. Entre coches y personas.

A veces pienso cómo será la ciudad de las palomas. Cómo verán esas aves la realidad urbana por la que transitamos. Probablemente, la Palma palomera esté compuesta de tejados, de plazas abiertas y de cornisas. De escondites y pequeños espacios para ´glob-globear´ mientras los humanos nos dedicamos a otras cosas. Tal vez nos vigilen con sus pupilas de aguja. Tal vez hablen mal de nosotros. Tal vez planeen venganzas por colocar pinchos en los balcones...