La ruina absoluta del Lluís Sitjar no necesita peritajes, ni hace falta declararla en un expediente municipal, salta a la vista, ofende al ciudadano, hipoteca el futuro de la zona y determina la vida de los vecinos y comerciantes de las barriadas de Son Cotoner y Es Fortí. Estos palmesanos especialmente y muchos otros fueron testigos de cómo el foco de la animación dominical que un día alumbró el estadio del Real Mallorca se apagaba y transformaba poco a poco en un vertedero oscuro, en un refugio para los que no encontraban otro techo, mientras el edificio, en estado de abandono y sin uso desde finales de la década de los noventa, iba degradándose a pasos agigantados como la metáfora perfecta del estado patrimonial del club. No es de justicia que quien no cuidó de su propiedad ni invirtió un euro en ella condene de por vida al resto a convivir con esa presencia fantasmagórica que cada día se degrada un poco más y ya supone un peligro real para el vecindario. Demoler el Lluís Sitjar es una obligación si el club sigue sin tener un plan mejor para el edificio. De lo contrario, que Cort ejecute el derribo y le pase la factura a la propiedad rojilla. Al fin y al cabo, la obra no costará más de lo que cobraba Gregorio Manzano cada temporada, sin contar las primas.