Uno de los relieves escultóricos más bellos del cementerio de Palma presenta a un personaje de perfil, siluetado. Entorna los ojos y pone una expresión de intimidad enigmática, mientras aspira el perfume de una rosa. Es de una sutileza extraordinaria, porque expresa a la perfección esa dimensión del recuerdo que son los olores. Muchas veces nos evocan mucho más la presencia de las personas que una imagen o un sonido.

Uno, que últimamente ha frecuentado bastante el camposanto, es especialmente sensible a ese tema. Porque lo primero que experimentas al entrar en el jardín de los muertos es precisamente eso. Un olor a flor. A flor lozana o mustia, pero siempre penetrante, dulzón, aterciopelado, melancólico, intemporal...

Ahora que se acerca la festividad de Tot Sants, hay partes de la ciudad que también exhalan ese aroma. La Rambla, por ejemplo, se llena estos días de puestos de flores. Son los ramos que luego la gente depositará en la última morada de sus seres queridos. Al pasar esta mañana por esa céntrica vía de la ciudad, me he quedado un momento absorto. Me parecía que había cruzado el umbral de Son Tril·lo. Y al instante, me vinieron a la mente centenares de imágenes y recuerdos. Las mañanas de verano, cuando sólo las gaviotas aguantan el calor, los días de otoño en que la lluvia resuena en los apliques metálicos, como si fuese un instrumento de cuerda. Los paseos entre lápidas, la mirada inmóvil de tantos esmaltes y fotografías.

Los ramos expuestos en la Rambla son como la estela del bajorrelieve. Representan una metáfora profunda. Nos están diciendo que a pesar de todo –de los años, el tiempo y los cambios– siempre quedará dentro de nosotros un hueco para el recuerdo de las personas que de una manera u otra formaron parte de nuestra vida.

Y que bastará oler una flor, como símbolo del eterno renacer de la naturaleza, para que las sombras de la memoria se disipen por unos segundos, como ocurre cuando sale el sol entre unas nubes. Para conjurar de nuevo el recuerdo de aquellos que se fueron.