Las estatuas de barro se mueven a ralentí conforme van echando monedas, pocas, los turistas, ni siquiera aleccionados por el rótulo que han colocado los actores de paso: "1 euro por foto". El clic no para y la bolsa no tintinea. El templo de Sant Miquel no parece interesar a los cada vez más numerosos guiris, ávidos en captar las monerías de los feriantes de ciudad. Un robusto ejemplar de varón saluda a los niños de una escoleta desde su ataud. El "sobrino de Drácula" hace muecas al paso de los críos que no temen el mordisco de los caninos de tan risueño vampiro.

Ventea mayo y suma grados. Palma se pone en camiseta. En el interior de la churrería Rosaleda, Joan Ferrer prepara una nueva tanda de churros. Servidos los desayunos de primera hora, hay que entrarle a la tarde, cuando los afines al dulce se den un panzón de merienda. Fundada en 1948, Rosaleda inicia sus pasos con los bisabuelos de Antonia Gelabert, vendedores ambulantes de buñuelos. Sería el hijo de éstos, Francisco Bonnín, quien dio origen a esta saga de churreros, los Bonnín Fábrega que hoy perdura, recalada en la Costa de la Pols.

Cuenta Joan Ferrer, casado con la heredera del establecimiento, que "cansados ya de tantos años de feria", por tierras catalanas, se establecieron en Palma. Llegó el momento de establecerse en un local fijo. A la churrería se incorporó Lucas Gelabert, que brindó su experiencia en hostelería y restauración labradas en el hotel Victoria y en el Bahía Palace, donde fue maître. "Al enfermar su esposa, él tomó las riendas del negocio que hasta los años 70 sólo vendía churros". Había, asimismo, un pequeño bar donde se servían hamburguesas. Rosaleda se hizo el lifting en 1989. El año de entrada de la cuarta generación: el matrimonio formado por Antonia y Joan. Todo apunta a que va a continuar.

"Nuestro hijo Xavier estudia en la Escola de Hosteleria de la Universitat. Siempre le gustó la cocina, venía aquí a la churrería y preguntaba. Ahora, imagino que él querrá darle su sello. ¡Veremos!", cuenta el progenitor, quien no puede ocultar cierto orgullo.

La terraza en la Costa de la Pols se inclina al apetito, aunque al mediodía es la hora más tranquila. Algunos paseantes miran el cuadro que sirve de cartel al establecimiento. "Lo pintó un amigo nuestro, Breno, inspirándose en el pintor Toulouse-Lautrec", explica el propietario del negocio.

Si no basta con la golosa pitanza, a la que en breve se añadirán helados de fresa y albaricoque, además de los de avellana y almendra tostada, uno puede alimentarse de poesía, la de José Emilio Pacheco, servida en el pizarrón de La Biblioteca de Babel, librería que aguarda a que los servicios municipales retiren el permiso de aparcar en la inclinada calle Arabí.

Con la idea de montar una suerte de terraza a lo bistrot, desde la librería que comercia literatura y morapio a la par, se observa el ir y venir desde Rosaleda, algunos mantienen el rastro de los churretes que se les queda tras darle al chocolate con churros.

A quien pondere las bondades de los churros congelados que le pregunten a Joan Ferrer: "Nunca será lo mismo. El secreto de un buen churro es una masa bien elaborada y eso reclama tiempo". Por eso, en Palma, la apresurada, se escucha muy poco la comanda: ´¡Una de churros!´