Desde hace más de veinte años regenta su mercería, en la calle Blanquerna 22, con una decoración que la convierte en una tienda clásica. En ella también da clases de patchwork.

-¿Es verdad que veinte años no son nada?

-Pues en un sentido no son nada, porque yo creo que una tienda clásica como ésta, que socorre a la clienta, no debe perderse. El día que se pierda, se perderá también mucho calor humano.

-¿Por qué?

-Porque, igual que hace 20 años, las mujeres vienen a veces desesperadas, pidiendo tal cremallera o tal botón para arreglar ese vestido que se rompió y que quiere ponerse hoy. Cueste lo que cueste.

-Tendrá clientas muy antiguas...

-Sí. Hay muchas que, cuando abrí la mercería, tenían unos 65 años, y hoy siguen viniendo pero para comprar cremalleras para sus nietas, porque tengo quince variedades y más de cien colores. Y, lamentablemente, muchas otras clientas ya han muerto.

-¿Por qué da también clases de patchwork?

-Ha sido una manera de competir con los negocios de todo a cien, porque no podía vender un sostén a siete euros cuando ellos lo hacían a cincuenta céntimos; y, por otro lado, porque el color es sinónimo de alegría.