Una de las ventajas del casco antiguo es imaginar la vida cotidiana en otros tiempos. Cuando Palma era todavía una ciudad amurallada, cerrada en sí misma. La vida en las calles resultaba bien distinta a la actual, entre otras razones porque las viviendas no gozaban de tantas comodidades como ahora, muchas familias vivían hacinadas en auténticos covachos. Y la calle era entonces el espacio vital de mucha gente.

A ese guirigay humano había que añadir la gente que tenía animales. Muchas ordenanzas antiguas intentan regular las mínimas medidas de higiene, en medio de unas calles llenas de barro, excrementos, gallinas o cerdos, caballos... Una de las imágenes que nos permite imaginar aquel hervidero eran los carros. Hay que pensar que las estrechas calles del centro eran recorridas constantemente por carros, lo que debería crear un caos considerable. No es de extrañar entonces que las familias con posibles se construyeran grandes patios, donde podían escapar de las estrecheces, malos olores y aglomeraciones que dominaban la ciudad.

Si queremos comprender hasta qué punto debería de ser molesta la circulación de esos carros, basta con visitar algunas de las calles donde su huella queda bien patente. Así ocurre por ejemplo con el Carrer de la Samaritana, cerca de la Plaça Quadrado. Esta calle tiene ese nombre a raíz de una figura de la Samaritana que se guardaba en una de las casas. Era propiedad del Gremio de Cordeleros, que la sacaba el Jueves Santo para llevarla en procesión. Una calle estrecha, que antes se conoció como de la Rosa y de Can Dameto. Pues bien, en varias de sus paredes los carros fueron rascando, erosionando, hasta dejar un auténtico registro. Podemos ver la huella del paso de innumerables vehículos, que acababan tocando las paredes incluso en su parte alta, con el andamio superior.

Hoy, esas huellas son el testimonio de un mundo perdido, difícil de imaginar porque ahora son pocos los que circulan por ahí. Pero nos hacen comprender el bullicio de otros tiempos.