Parece mentira que en una ciudad como Palma queden todavía cosas por descubrir, patrimonialmente hablando. Pero así es. Un ejemplo bien destacable lo tenemos a la vista, sobresale del perfil de la ciudad. Son esas torres miradores que se levantaron en las grandes mansiones para poder contemplar, desde la azotea de la propia casa, la llegada de los barcos. Familias dedicadas al comercio o al corsarismo, que controlaban de esta forma el movimiento portuario sin tener que ir y venir de los muelles.

Tal como han puesto de relieve los historiadores, el corsarismo fue la primera actividad empresarial privada como tal que se desarrolló en las islas. Diversos socios se juntaban para poner en marcha su empresa común: armar un navío, contratar a la tripulación, abastecer las provisiones. Los capitalistas aportaban el dinero necesario calculando los cuantiosos beneficios que obtendrían con sus operaciones. El corsarismo venía a ser una "piratería oficial", basada en el ataque a los barcos de bandera enemiga. La Corona, que otorgaba las famosas "patentes de corso" se quedaba luego con una parte, mientras que la otra se repartía entre los socios, que de esta manera amortizaban su inversión inicial.

Cualquier armador o comerciante necesitaba controlar la entrada y salida de sus barcos. Y para ello se levantaron hasta los siglos XVIII y principios del XIX unas estrechas torres que sobresalían de los tejados. La estructura es similar en casi todos los casos: un cuerpo muy estrecho, que sólo abarca la escalera. Y en su cúspide, una pequeña terraza que servía de mirador. En la mayoría de los casos, está cubierta por un tejadillo, o a veces semeja la estructura de una torre de vigía medieval. Tanto la zona baja de la ciudad, sobre todo en el barrio de Santa Creu, como en la parte alta se contemplan todavía bastantes miradores en buen estado. Podemos destacar: el de Ca Donya Mira (cerca de la font del Sepulcre), el espectacular del Palau Episcopal, el de Les Minyones, uno especialmente fino y delgado en la calle Miramar...

Si bien este es un tema muy poco tratado en nuestra ciudad, donde no existe un catálogo específico de estos monumentos ni un estudio en profundidad, no ocurre lo mismo en otras ciudades. Un caso paradigmático es el de Cádiz, otra ciudad marítima, donde las familias pudientes se hicieron levantar torres miradores para divisar los barcos que llegaban cargados de productos de Ultramar. Las torres gaditanas se han convertido en una parte importante de su patrimonio arquitectónico. Los escritores han loado estas edificaciones que "acarician el poniente y son el reflejo cosmopolita de un Cádiz que fue universal".

La atalaya más famosa de todas es la Torre Tavira, rehabilitada para usos turísticos y desde la que se divisa una espectacular panorámica de la "Tacita de Plata". Los ejemplos más destacables de Cádiz corresponden al siglo XVIII, momento en el cual la capital conoce el máximo esplendor urbanístico. Se levantan entonces hasta 160 torres miradores, de las cuales se conservan todavía 126. La Casa de las Cuatro Torres, que es de 1745, constituye otra muestra de gran belleza, ya que los miradores se levantan en cada una de las esquinas de la mansión. Algo parecido ocurre con la Casa de las Cinco Torres, también del siglo XVIII. Los que deseen saber más cosas de estas peculiares torres gaditanas pueden consultar incluso el estudio de Juan Alonso Sierra Las torres miradores de Cádiz (1984).

No deja de ser triste que una ciudad igualmente marítima como Palma, testigo de siglos y siglos de navegación, no haya sabido ni promocionar ni siquiera elaborar una política de conservación para sus torres miradores.

Allí están, como agujas que compiten con los campanarios en el control visual de la antigua ciudad. Perdido su uso primigenio, es fácil que caigan en un estado de semirruina o resulten poco accesibles. Sin embargo son el testimonio de la Palma marinera.

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