Cartas de los lectores

El taxi no llega y la vida te pasa

Una mujer, con un anciano en silla de ruedas.

Una mujer, con un anciano en silla de ruedas. / EP/Archivo

M. Carmen Salvà Salleras

Palma

Domingo. Vas a comer con tu padre. En su caso -y en el de muchos-, la alegría de la semana. Vamos a un restaurante, porque, como buen hedonista, quien tuvo, retuvo.

   Lleva años en silla de ruedas. Una degenerativa. Años sin ninguna movilidad. Este año, por fin, he conseguido reservar un taxi adaptado que nos lleva y nos trae después de nuestros festines.

   Y él, aunque ha perdido 60 kilos en dos años, conserva el hambre y las ganas intactas.

   Mi taxista de confianza hoy no puede venir, así que llamo a la centralita de taxis adaptados.

   Taxi pedido a las 12:15 h.

   Mi padre, listo a las 12:45 h.

   Mesa reservada en Can Cannoli a las 13:15 h.

   Organización perfecta.

   Cojo el bolso, salgo, arranco, y en 20 minutos llego a la residencia. Aviso en recepción: si llega el taxi que nos espere que ya bajamos, por favor.

   Subo a buscarlo.

   No está muy fino. Mente nublada, como el día.

   Se despide con ganas de sus cuidadoras, que lo animan a disfrutar del domingo, de mí y de la comida. Pasamos por el módulo de al lado; levanta la mano para decir adiós. Bajamos en el ascensor, entramos al hall y… el taxi no ha llegado.

   Me nublo yo. Llamo a la centralita. Lo cogen:

   - Hola ¿Y el taxi para la residencia?

   - Bueno… no sé… bueno, compruebo… bueno, ya llamaremos a la residencia para decir cuánto tardamos.

   Pasan unos minutos que pesan el triple.

   Llamo al restaurante y les explico que no llegamos, pero que si pueden esperarnos unos minutos más, a ver si encontramos taxi:

    -No te preocupis, reina. No passis pena.

   Vuelvo a llamar a la centralita. Me cuelgan.

   La recepcionista de la residencia me dice que es horrible cómo funciona todo esto. Llama ella. Lo cogen. Pide por nuestro taxi: no saben nada. Que esperemos. Que ya nos dirán.

   Son la una y media y seguimos sin noticias.

   La hija de otra residente me da el número de un taxista que suele venir. Lo intento. No trabaja hoy, pero llama a un compañero. Esperamos.

   1:35h Cancelo Can Cannoli. No hace falta más espera: mi padre empieza a desfallecer sin la medicación que debe tomar con la comida.

   Llamo al restaurante que hay en la curva antes de la residencia. Hay sitio. Aunque amenaza lluvia, no tengo más opciones. Ya tenía preparado su chubasquero. Concha, de recepción, me dice:

   -Llévate el paraguas.

   -No puedo empujar la silla y sostenerlo.

   -Llévatelo por si acaso.

   Lo cojo y nos vamos.

   Bajo la cuesta y lloro. Pienso que no me escucha. Rompe el silencio:

    -¿Por qué lloras?

    -Por rabia. Porque no lo entiendo. Porque lo organizas todo… y no sale.

   Me contesta, enfadado:

   -No puede ser esto de llorar por un taxi.

   Y él, aunque ateo en su demencia, acierta. Llorar no va a hacer que llegue el taxi. 

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