Para justificar que en la reforma de la ley del aborto que se está tramitando se permita abortar a mujeres de 16 y 17 años sin consentimiento de sus padres, he oído el argumento de que estas muchachas sí pueden tomar libremente otras decisiones de gran importancia, como, por ejemplo, contraer matrimonio. A mi modesto entender, esta comparación no es apropiada. Contraer matrimonio es un hecho reversible. Sin embargo, la muerte que provoca un aborto no tiene remedio posible. No entro aquí en la categoría que deba darse a un embrión ni en los límites que deba poner la ley para la realización de abortos, estos son otros debates, pero nadie me podrá negar que un embrión es por lo menos algo vivo. 

Precisamente, que la destrucción de algo vivo sea irreversible y, por lo tanto, no permita enmienda, es una razón fundamental para que no exista la pena de muerte, más allá del debate sobre si hay o no delitos que justifiquen este castigo. 

Por otra parte, ¿en qué lugar deja a los padres dicha reforma legislativa? ¿En qué clase de familia están pensando los autores de la reforma? ¿Es solamente la prohibición autoritaria y taxativa de un aborto lo que una hija puede esperar de sus padres si estos se enteran de que está embarazada sin desearlo? 

Yo creo que no; yo creo que, al menos en muchos casos, la hija recibirá de sus padres apoyo, comprensión, cariño y consejo, elementos que a lo mejor le harán desistir de su deseo de abortar, o harán que se sienta acompañada en un momento tan delicado si persiste en su intención. A fin de cuentas, ¿qué es la familia, de la que los padres y los hijos son la clave, sino el ámbito en el que el amor y la confianza entre sus miembros pueden con todo?