Recuerdo mi primera clase de violín contigo, cuando entré en aquella aula destartalada de la Misericordia y te vi sentado, seguramente leyendo, entre clase y clase; eras mi nuevo profesor, me miraste de reojo, me hiciste cuatro preguntas y saqué el violín, que a eso íbamos. Conectamos rápido y empezamos con las pullas casi enseguida, nos divertían tanto. Al principio un poco desconcertada, porque desconcertabas, no tardé en darme cuenta de que me encontraba ante una persona culta, un trotamundos de la música, profesional experto, heterodoxo, que recién aterrizado en un viejo Conservatorio, pronto llenarías de aire fresco nuestras clases, sin hacer ruido, sin hacerte notar.

Contigo los alumnos de violín empezamos a hacer Música con mayúsculas, conseguiste reunir a un pequeño grupo los sábados por la mañana, para tocar juntos, para aprender a escucharnos unos a otros, porque de eso se trata la música, de escuchar, y también de pasarlo bien, sin atender a personalismos, éramos solo aspirantes a músicos haciendo música. Como gran músico que eras, buscaste a los mejores, pronto entró en nuestras vidas Carles, luego Barry, y tantos otros…, y poco a poco fuimos creando y consolidando una orquesta de estudiantes con un nivel más que aceptable, la JAI. Llegaron los conciertos, muchos, en Mallorca y fuera, y con ellos las risas y las bromas, en las comidas, en los viajes, muchas…, tantísimos ratos juntos.

Recuerdo con cariño aquellos sábados, cuando al mediodía, después de los ensayos, nos tomábamos unas cañas en un bar de la calle Bosque, cerca de tu casa, a veces venía Ária o alguno de tus hijos, más risas… Enemigo de lo evidente, de oropeles y grandezas, de sentimentalismos, pero sentimental hasta la médula, me despedías con un «ves por la sombra», y un «ciao», -como bien dice Bel-, siempre irónico y socarrón.

Cuesta creer que te hayas ido, aunque hiciera años que no nos veíamos. Tú nunca estuviste para tonterías ni formalismos. Auténtico y único, entrañable Fernando, chao, hasta pronto.