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El ‘botellón’: la guerra ultraliberal

Los botellones «son un insulto para todos los ciudadanos», afirma la CAEB de forma contumaz. Qué manera de criminalizar lo que no es más que competencia para sus asociados. Qué manera de prohibir la de los ayuntamientos donde todavía manda el alcalde, el cura, la Guardia civil, y el dueño del bar de la plaza quien susurra al consistorio lo «repulsivo» que resulta para su pueblo el cobijo de turbas incontroladas, alcoholizadas y, lo peor, jóvenes que hurtan los beneficios a los caciques restauradores de las islas todas.

Los consistorios se escudan en la suciedad, el ruido, la imagen denigrante que ofrece el pueblo o ciudad a sus visitantes, que no a sus vecinos, y en la salud pública. Ahora añaden las justificadas prohibiciones sanitarias -un palo ardiente al que agarrarse. Hasta llegar al punto en que nos encontramos hoy en el tema «botellón», donde se ha prohibido la venta de alcohol en gasolineras y en otros establecimientos nocturnos a partir de cierta hora, como si los botelloneros no tuvieran todo el día para proveerse de la esencia de sus copas; prohibir las reuniones incluso en los lugares más inhóspitos de la noche de proximidades y multar exageradamente -como a pseudo criminales- a lo que son lo que nosotros fuimos: jóvenes con ganas de diversión.

Los botellones son la respuesta de una parte de la sociedad (jóvenes en su mayoría), privada de recursos y que por el precio de un gin tónic en un pub cualquiera o en cualquier bar de plaza de pueblo, pueden adquirir en el supermercado los suministros para toda una noche.

Lo único que pretende la CAEB, y los ayuntamientos en general, es empujar a los jóvenes a la obligatoriedad de consumir en el circuito comandado por el establishment ultraliberal que marca las pautas a los poderes públicos.

Ningún político hace referencia a lo que todos saben a ciencia cierta, todos callan, izquierdas y derechas están de acuerdo por principios: el poco dinero de los y las jóvenes debe serles esquilmado por la hostelería oficial y local, sin darles tregua alguna y con sanciones muy superiores a las de saltarse un semáforo en rojo o conducir superando los límites de alcohol en sangre.

Este grave insulto -para los jóvenes- puede solucionarse en pocos días, todo es cuestión de voluntad. Pero esto es otra historia. Lo más indignante es escuchar o leer día sí y día también los insultos que los lobbies afectaditos profieren a nuestros hijos e hijas con el beneplácito de los que, en otros temas, son estupendos progres o conservadores, pero ya psicopolitizados.

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