Opinión
La fiscalía dependiente
La propuesta de reformar la Ley de Enjuiciamiento Criminal, con un Fiscal General procesado y con un historial de nombramientos marcados por la afinidad política, carece de credibilidad

El fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, durante la primera jornada del juicio, en el Tribunal Supremo / Eduardo Parra - Europa Press
La coincidencia del juicio al Fiscal General del Estado y la propuesta gubernamental de reformar la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) para reforzar la autonomía de la Fiscalía pone en entredicho la coherencia del discurso oficial. El procesamiento de Álvaro García Ortiz por presunta revelación de secretos en el caso del empresario Alberto González Amador -pareja de Isabel Díaz Ayuso- no solo daña su credibilidad personal, sino que proyecta sombras sobre la independencia de la Fiscalía.
Que el Ejecutivo le haya respaldado, en lugar de pedirle que se aparte para proteger la imagen institucional, evidencia la persistencia de un vínculo demasiado estrecho entre poder político y Fiscalía. El problema, sin embargo, no es nuevo. Antes de García Ortiz, el Gobierno había nombrado como Fiscal General a la exministra de Justicia María Dolores Delgado, una decisión que, aunque legítima, debilitó la percepción de imparcialidad de la institución, percepción que se consolidó con la posterior designación de su colaborador directo como sucesor. Así, con estos antecedentes, cuesta sostener que la reforma de la LECrim busque garantizar una verdadera autonomía de la Fiscalía.
La propuesta, ciertamente, introduce mejoras técnicas: los fiscales asumirán la instrucción penal bajo la supervisión de un juez de garantías, se separarán las fases de investigación, juicio oral y enjuiciamiento, se ampliará a cinco años el mandato del Fiscal General, se limitará su cese y se obligará a que las comunicaciones con el Gobierno sean públicas y por escrito. Medidas razonables y coherentes con modelos europeos. Pero todo ello queda en entredicho si el Ejecutivo sigue teniendo el control sobre el nombramiento del Fiscal General. Y aquí el contraste con Europa es claro: en Italia, los fiscales pertenecen al mismo cuerpo judicial que los jueces y dependen de un órgano independiente; en Francia, los nombramientos se someten al control del Consejo Superior de la Magistratura; en Alemania, aunque formalmente vinculados al Ministerio de Justicia, la cultura jurídica garantiza autonomía real. Y en todos esos países, la independencia de la Fiscalía se protege con contrapesos efectivos.
En España, en cambio, la reforma prevista perpetúa un modelo en el que el Ejecutivo mantiene la autoridad decisiva sobre la Fiscalía. Hoy, con un Fiscal General procesado y con un historial de nombramientos marcados por la afinidad política, la reforma carece de credibilidad. Mientras esa designación dependa del Ejecutivo, los cambios seguirán siendo más cosméticos que estructurales.
No hay independencia posible si la fuente del poder es política. Por eso, continúan resonando, con inquietante vigencia, expresiones que se deberían estar superadas como: «¿de quién depende la Fiscalía?» o «la Fiscalía te lo afina». Una sospecha de subordinación que no desaparecerá mientras el Gobierno conserve esa prerrogativa y que se puede agravar si, en adelante, además, quien investiga depende del Gobierno.
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