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Opinión | Tribuna

Autocircocracia

Trump ha montado su propio circo mediático para protagonizar el bochornoso papel de deslenguado rey bufón de su tragicómica corte

Trump

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La creciente amenaza de que se conformen regímenes cada vez más autoritarios ha vuelto a poner en circulación algunas vetustas palabras vigentes en otras épocas. Así, términos que habían caído en desuso como «tirano», «sátrapa», «déspota», «caudillo» o «dictador» resuenan de nuevo, incluso en los países democráticos más asentados. La mayoría de esos vocablos surgieron en el período grecorromano para calificar a los gobernantes que ejercían el poder de manera absoluta. Por ejemplo, debido a las ansias supremacistas de Julio César, se generaron epónimos como «Zar» o «Káiser». Su nombre, además, ha servido para definir el «cesarismo» como la forma personalista de dirigir un Estado. Resulta, no obstante, llamativo que los autócratas causen fascinación e incluso idolatría entre sus súbditos. Para conseguirlo, muchos de ellos han recurrido a la demagogia. El poeta satírico Juvenal, con la expresión «panem et circenses» se refirió a la querencia de los emperadores romanos a entretener al pueblo con migajas y espectáculos de baja estofa. Asimismo, algunos de esos emperadores se comportaron histriónicamente, como Calígula que quiso nombrar cónsul a su caballo o Nerón, el cual, según se cuenta, tocaba alegremente la lira mientras se incendiaba Roma.

En nuestros tecnológicos tiempos se ha impuesto «la sociedad del espectáculo», caracterizada por la maña en transformar en un grotesco vodevil desde el hecho más banal y ridículo al más cruel y violento, como las impactantes imágenes que, como si fuera un videojuego, muestran la aniquilación de supuestas «narcolanchas» con la consiguiente ejecución sumaria de sus ocupantes. Por este motivo, con la finalidad de liderar el horario de máxima audiencia, el presidente de EEUU, ha reconvertido la Casa Blanca en un bullanguero plató televisivo, desde el que se transmiten a diario abracadabrantes sainetes repletos de todo tipo de veleidosas varietés. Tal ha sido el éxito en su empeño por inundar de procacidades el espacio televisivo y digital que ya le han surgido serviles imitadores, como el mandamás argentino que, brincando como un mono, blande una sierra mecánica o berrea «¡Yo soy el rey!» como si no hubiera mañana.

Con su taimado ardid de aturullar a la estupefacta audiencia a golpe de estomagantes reality shows (como publicitar Teslas, pintarrajear cientos de decretos con sus garabatos o crear un escatológico meme para, coronado en un caza con el lema «King Trump», enmerdar a sus oponentes) Trump sobrepasará a todos los tiranos, sátrapas, déspotas, caudillos o dictadores que en el mundo han sido. De hecho, a diferencia de los emperadores que recurrían a los gladiadores para satisfacer a la plebe o de los monarcas que se servían de truhanes para divertirse, Trump ha montado su propio circo mediático para protagonizar el bochornoso papel de deslenguado rey bufón de su tragicómica corte. De este modo, ha instaurado su peculiar autarquía mediático-absolutista, el «trumpismo», empecinado en convertir el trasnochado cesarismo en una contemporánea y chocarrera «autocircocracia». n

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