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Opinión | Escrito sin red

La responsabilidad política

Es uno de los sintagmas más recurrentes de la política. No para glosar precisamente los logros de los que tienen responsabilidades públicas, aunque también debería serlo. Tanto se puede ser responsable para lo bueno como para lo malo, pero con frecuencia no se plantea como el reconocimiento de la buena gestión sino como la exigencia de consecuencias negativas para quien se considere culpable o causante de perjuicio al interés público. La responsabilidad política no es exclusiva de un sistema democrático, también puede darse en una dictadura o en una autocracia; aunque en esos dos últimos casos funciona no tanto como reparación de un daño social sino como fusible para mantener el statu quo. Normalmente, en una democracia, la exigencia de responsabilidad obedece a la necesidad de reparación del daño simbólico causado a alguno de los valores intangibles que conforman el corpus moral de un Estado, aquellos en los que una sociedad quiere reconocerse a sí misma: la honradez, la diligencia, el respeto a la ley, la veracidad, la defensa del interés general. Lo que caracteriza a la exigencia de responsabilidad política es que va más allá de la comisión de un delito por parte del cargo público incurso en una actuación, o en su ausencia de la misma, sino en la atribución a éste de unas consecuencias negativas para la colectividad por un deficiente desempeño de sus funciones.

En nuestra historia reciente se han dado todo tipo de casos. Unos ejemplares y otros no tanto. Uno de los primeros fue el caso de Antonio Asunción, un político valenciano militante del PSOE, nombrado por Felipe González ministro de Interior el 24 de noviembre de 1993. Dimitió el 30 de abril de 1994, asumiendo su responsabilidad política por la huida de España de Luís Roldán, director general de la Guardia Civil, acusado de varios delitos de corrupción por el cobro de comisiones en obras realizadas en los cuarteles de la GC. Asunción no puso su cargo a disposición del presidente, dimitió desde su casa, sin preámbulos ni retórica autojustificativa. Seguro que no tuvo ninguna implicación personal en la deficiente vigilancia de un presunto delincuente como era Roldán. Pero se sintió concernido, era el ministro y máximo responsable, y obró en consecuencia, de una forma ejemplar. Tan ejemplar y edificante que no recuerdo ni un solo caso similar.

El caso de Vera y Barrionuevo no lo fue tanto. El caso es que cuando Felipe González dijo algo parecido a que «si los terroristas vienen a por nosotros (quiero creer que se refería tanto a los militares, Guardias Civiles, policías, como a políticos del PSOE y del PP) nosotros iremos a por ellos», a muchos en el PSOE y fuera del PSOE nos pareció plausible, como, en general, se entendía lo que hacía Mitterrand en Francia. En absoluto nos lo pareció a algunos cuando en 1985 salió a la luz el caso de Lasa y Zabala y la presencia, enrolados en el GAL, de miembros del hampa marsellesa. Fueron unos años durísimos. La lucha de ETA era contra la democracia española. Vera y Barrionuevo fueron condenados por el Tribunal Supremo en 1998 por el secuestro de Segundo Marey, por malversación de caudales públicos, más tarde por malversación de fondos reservados a cargo de Amedo y Domínguez. El abrazo de González a Vera y Barrionuevo a la entrada de la cárcel de Guadalajara nos pareció a unos pocos en el PSOE descorazonador. Barrionuevo no aceptó la responsabilidad política. Se amparó en una supuesta complicidad de la mayoría de la sociedad española en la llamada guerra sucia contra ETA. Aun en el supuesto, no contrastado, de que hubiera sido así, tal desplazamiento de responsabilidad suponía el hundimiento moral del conjunto de la sociedad, algo que un dirigente democrático nunca debiera alentar. Si la sociedad es la responsable de conculcar sus propios principios no tiene ningún futuro civilizado, se convierte en una horda de salvajes. Si estabas convencido de su necesidad para salvar al país y te comprometías en ello cometiendo ilegalidades, debías apechugar con las consecuencias y no intentar salvar tu responsabilidad trasladándola a la sociedad, que necesita poder mirarse al espejo. Haciendo esto la corrompes como colectividad moral. Margaret Thatcher, cuando agentes del MI6 ejecutaron a tiros a terroristas del IRA en el campo de Gibraltar, fue increpada en el Parlamento del Reino Unido, respondió que ella era la que había disparado. Asumió toda la responsabilidad y sus posibles consecuencias. Nada de la guerra sucia contra ETA fue posible sin el acuerdo, tácito o explícito, de González. Sí, algunos querían verle en la cárcel, ¿y qué? No estuvo a la altura de Thatcher. No asumió sus responsabilidades. El más destacado presidente de Gobierno desde la Transición, atesora un legado de luces, pero arrastra uno de sombras.

A un año de la Dana en Valencia y 229 muertos sólo la consejera Pradas fue cesada de sus responsabilidades. Incomprensiblemente, Carlos Mazón sigue en su puesto. Nadie puede saber si se hubieran salvado vidas si el presidente de la comunidad hubiera estado al mando cuando las aguas empezaron a arrasar vidas. Ante una catástrofe natural a veces poco o nada pueden los humanos. Pero tanto su ausencia inexplicada, como su negativa a solicitar del Gobierno la declaración de emergencia ante el mayor desastre en España en lo que llevamos de siglo, suponen una responsabilidad política de extraordinarias dimensiones a la que ha sido incapaz de hacer frente con la única salida posible, presentando su dimisión. Ante unas poblaciones devastadas y abandonadas a su suerte, sólo la presencia de voluntarios fue expresión de solidaridad; las ayudas del Estado no empezaron a llegar hasta cuatro días después del 29 de octubre. La responsabilidad, aunque menor, alcanza también al presidente del Gobierno, por no declarar la emergencia nacional y regatear la presencia del ejército, «si quieren ayuda, que la pidan». Ni responsabilidad política por parte de Mazón, sostenido incomprensiblemente por Feijóo, ni por parte de Sánchez. En los desagradables sucesos del 3 de noviembre sólo los reyes estuvieron a la altura de las circunstancias. Las heridas humanas y patrimoniales del 29 de octubre de 2024 tardarán años en cicatrizarse. Las políticas siguen abiertas y supurando.

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