Opinión | Las cuentas de la vida
Algo que no era sólo belleza

Sergiu Celibidache
El 26 de marzo de 1968, la Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca clausuraba el II Festival Internacional de Música de Palma. La agrupación nórdica no era uno de los grandes conjuntos europeos del momento, pero tenía al frente una figura mítica: el director rumano Sergiu Celibidache. La noticia causó sensación en la ciudad. El diario Baleares abría de un modo ditirámbico: «Sergiu Celibidache, el coloso de la batuta, es también una especie de superhombre» y apostillaba: «Estudioso de la filosofía y la alta matemática, investigador. Habla once idiomas. No descansa nunca y rompe batutas y moldes». Unas semanas antes, el alcalde, Máximo Alomar, había señalado que el maestro rumano se encontraba a la altura de Karajan, sin saber que ambos directores se detestaban y que Celibidache solía comparar a su rival con la Coca-Cola. Los periódicos no pasaron por alto los ciento cinco músicos –la mayoría barbudos, especificaban– que llegaron en dos aviones junto a cinco toneladas de instrumentos. «Récord mundial de venir a Mallorca para no ver nada –leemos en la columna que firmaban Antonio Pizá y Pablito–, pues fueron del aeropuerto al Teatro y del Teatro al aeropuerto, sin pasar por Formentor, las Cuevas, Valldemossa… ni tan siquiera El Terreno». En el programa se incluían la Alborada del gracioso de Maurice Ravel, el Preludio y Muerte de amor de Tristán e Isolda de Richard Wagner y la Sinfonía núm. 4 de Johannes Brahms. El Teatre Principal colgó el cartel de ‘agotado’.
Lo cierto es que la figura de Sergiu Celibidache se movía ya entonces entre el mito y la leyenda. Al terminar la II Guerra Mundial, con treinta y pocos años, había sido nombrado titular de la Filarmónica de Berlín hasta que, a mediados de la década siguiente, los componentes de la orquesta lo sustituyeron por el austríaco Herbert von Karajan. Fue un golpe bajo. No solo se odiaban, sino que se hallaban en las antípodas de la estética musical. Condenado al ostracismo, el músico rumano inició entonces una travesía por el desierto que le llevó a dirigir agrupaciones de segunda y tercera fila en países como Venezuela, México, España o Italia. Exigía el triple de ensayos que el resto de directores y no dudaba en cerrar con llave el auditorio para prolongarlos si así lo consideraba necesario. Buscaba la verdad musical y esta verdad casi siempre se le escapaba. Quería encarnar una forma de resistencia espiritual que no capitulase ante el sonido fácil del espectáculo. Muchos músicos lo idolatraban: Lorin Maazel y Zubin Metha, Murray Perahia y Benedetti Michelangeli, Ida Haendel y Daniel Barenboim… El público también lo adoraba. Álvaro Marías cuenta que una noche, en Madrid, le escuchó interpretar los Kindertotenlieder de Mahler con el extraordinario barítono Gérard Souzay de solista. Allí observó cómo, transido por la emoción, el cantante francés no pudo contener las lágrimas. Algo muy verdadero había sucedido. Algo que no era solo belleza.
Sergiu Celibidache jamás regresó a Mallorca. Trasladar una orquesta es costoso y otros estilos musicales fueron modelando el gusto de las masas. En la entrevista que concedió a Pizá y a Pablito para su sección diaria Pequeños reportajes, el maestro atacó la cultura de la época. «Hay una plaga de directores –les dijo– que son la peste» y reconoció que cada año quebraba un buen número de batutas «por la propia presión de la mano». Mientras conversaba con ellos, percibió un ligero desnivel en el tablado del Principal y exigió cuarenta cuñas de madera para calzar las sillas. Todo el mundo sabía que, si no se accedía a su exigencia, se suspendería el concierto. Por supuesto, las calzaron. El triunfo –cuentan las crónicas– fue clamoroso.
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