Opinión | Tribuna
De kioscos y digitalización

De kioscos y digitalización / M. VICENS
Palma vive actualmente una transformación silenciosa en cuanto a digitalización. Lo que antes parecía un concepto abstracto reservado a grandes urbes, hoy se extiende en nuestro día a día: tarjetas únicas para el transporte, aplicaciones que indican en tiempo real la llegada del autobús, sensores que miden el tráfico, la energía o el estado de los edificios. El turismo y la cultura también se han rendido a esta lógica: códigos QR, visitas guiadas en el móvil, realidad aumentada para recorrer monumentos. Todo esto hace que la ciudad sea más moderna y atractiva. Es un avance necesario.
Parece pues que lo digital, lo virtual y lo intangible, ya no solo ha afectado a nuestra forma de comunicarnos, relacionarnos, buscar o comprar, también ha decidido la forma en la que nuestra ciudad nos propone que la habitemos.
Los cambios físicos de esa digitalización se palpan con estaciones de monitoreo, alumbrado inteligente, antenas que alteran el paisaje urbano o centros de datos que ocupan espacios. Y aunque tienen su razón de ser, no puedo evitar sentir nostalgia y pensar en qué ocurre con lo tangible de siempre, con esas calles que nos acompañan, los mercados que respiran vida, los kioscos de prensa que fueron parte del alma de Palma. Eran mucho más que puestos de periódicos. Eran refugios cotidianos, lugares de encuentro, que desaparecen porque no resultan ya rentables. La prensa digital ganó la batalla al papel, pero lo que se pierde con ellos no se reemplaza con notificaciones ni pantallas.
Me inquieta ver cómo Palma va perdiendo su esencia. El turismo de masas, al que hemos entregado espacios que habitábamos, ha transformado rincones singulares de uso necesario para los residentes en escenarios diseñados para visitantes que consumen lo pintoresco vorazmente y así, les hemos ofrecido abundante «sushi balear» en los mercados más emblemáticos de la ciudad. ¿No les parece pintoresco?
Lo auténtico se disuelve en franquicias y modas pasajeras, y con ello desaparecen comercios locales que daban identidad a la ciudad. La digitalización necesaria parecería que acelera una parte de esta despersonalización a través de la desmaterialización, diluyendo un poco la memoria y la presencia física de lo que nos hacía únicos.
Palma corre el riesgo de homogeneizarse con otras ciudades y quedar definida solo por un monumento o una postal. Y lo más paradójico es que, mientras tanto, muchos viajamos a pueblos a los que fotografiamos sin pudor sus calles estrechas y empedradas, con macetas en las fachadas y sus octogenarios, como modelos accidentales, saliendo de su portal, para luego compartirlo digitalmente. Pueblos de la Península o de otros países europeos en los que buscamos aquello que aquí dejamos perder: lo auténtico, lo autóctono, lo que guarda memoria. Huimos de nuestra propia ciudad para encontrar lo que hemos sacrificado.
El reto es difícil, pero no me quiero resignar. Me pregunto qué hay que hacer para tratar de recuperar y proteger los espacios, los usos y los comercios que nos definen, al tiempo que aprendemos a convivir con la modernidad digital y con el turismo que inevitablemente forma parte de nuestra realidad. Porque solo si mantenemos viva esa autenticidad, Palma podrá seguir siendo única.
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