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Opinión | Tribuna

Miedo blanco

Defender a Colón no es una cuestión de historia, sino de miedo. Miedo a perder la propiedad del relato, que es otra forma de propiedad privada

La estatua de Colón.

La estatua de Colón. / GettyImages

Hace unos meses, Donald Trump anunció —con su estruendo habitual— que el 12 de octubre iba a «recuperar» el Día de Colón. Lo presentó como si fuera una joya robada por los bárbaros. Su predecesor, Biden, no había eliminado nada: simplemente añadió al calendario el Día de los Pueblos Indígenas, que ya se conmemora en varios estados y ciudades como alternativa a Colón. Dos fechas, dos memorias, dos relatos. Pero en la lengua de Trump, «recuperar» significa siempre «reconquistar»: la narrativa, el símbolo, el mito fundacional.

En la América polarizada de hoy, las fechas ya no son calendarios, son trincheras simbólicas. La defensa de Cristóbal Colón no tiene nada que ver con el genovés que cruzó el Atlántico en 1492, sino con un sentimiento de pérdida. Y, en concreto, con el miedo blanco. El grito de fondo no es «Viva Colón», sino «América es nuestra». Porque al final, defender a Colón no es una cuestión de historia, sino de miedo. Miedo a perder la propiedad del relato, que es otra forma de propiedad privada.

Colón, en realidad, no importa: nunca llegó a lo que hoy es Estados Unidos ni entendió que había descubierto un continente nuevo, y no un archipiélago asiático. Tampoco importa si fue un visionario o un criminal. Lo relevante es lo que representa: la primera piedra en América de un imperio europeo, blanco y cristiano. Colón funciona como un tótem, un símbolo que refuerza un relato fundacional blanco y al mismo tiempo enmascara lo que de verdad había en los cimientos del país: el genocidio indígena y la esclavitud africana. Solo así se entiende que, si el Día de Colón cae o su estatua es retirada de una plaza, muchos votantes de Trump sienten que les están arrebatando algo más que una fecha: sienten que les quitan su país.

El navegante se ha vaciado de biografía y se ha llenado de ansiedad colectiva. Colón ya no es un personaje, sino un dispositivo, una máquina que fabrica nostalgia de un país que nunca existió. Defenderlo significa sostener una idea de América donde los hombres blancos estaban al mando y los demás —mujeres, indígenas, afrodescendientes, personas LGTBIQ, etc.— ocupaban un lugar marginal. De ahí que Trump lo invoque como un héroe amenazado por los marxistas culturales. La caricatura es deliberada: el navegante convertido en soldado en una batalla contra el indigenismo radical y la izquierda woke.

Recuperar a Colón, para Trump, no es una operación histórica: es una guerra cultural por quién decide qué merece recordarse y qué debe olvidarse. Trump, como otros líderes (ultra)conservadores, sabe que en ese terreno simbólico hay una base electoral que puede movilizarse. Como no pueden ofrecer mejoras materiales significativas, apelan a los símbolos. Como no pueden frenar el declive estructural del país, lo sustituyen con gestos de afirmación identitaria. «Salvar» a Colón es uno de esos gestos, como lo fue arremeter contra los jugadores de fútbol que se arrodillaban durante el himno para protestar contra el racismo y la violencia policial, defender las estatuas confederadas o prohibir libros que cuestionan la narrativa oficial sobre la esclavitud y el racismo.

La reacción es tan violenta porque lo que se erosiona no es una efeméride, sino un sentido de superioridad. No se derriba a Colón; se desestabiliza una identidad blanca que se creía natural, legítima, incuestionable. Cuando una identidad acostumbrada a la supremacía empieza a percibirse como una entre otras —no por encima, sino a la par—, el efecto psicológico es de pérdida. De agravio. De miedo.

En realidad, el verdadero conflicto no es con Colón, sino con la blanquitud convertida en privilegio. En Estados Unidos, ser blanco nunca fue simplemente un color de piel: fue el derecho exclusivo a la plena humanidad, a ser considerado digno, legítimo, ciudadano. Cuando esa categoría se tambalea, el pánico no es histórico, es existencial.

Ese miedo es la materia prima de la que se alimenta el trumpismo. Su promesa de recuperar el Día de Colón no busca reconciliar, no busca reparar, no busca educar. Busca confrontar, levantar un muro entre «los nuestros» y «los otros», entre los que «honran» a la nación y los que la «odian». Es, en última instancia, una operación nostálgica: invocar una América anterior a las preguntas incómodas, a las minorías empoderadas, a la diversidad como valor.

Pero esa América ya no existe, y cuanto más uno se aferra a su imagen idealizada, más se transforma en parodia. Colón no necesita defensores como Trump; lo que necesita es que la sociedad estadounidense asuma su pluralidad, recupere memorias negadas, confronte su pasado sin miedo y acepte que la historia no pertenece a una raza, ni a una religión, ni a un partido. Esa es la verdadera herejía para Trump y los suyos. Y, quizá, su naufragio más temido.

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