Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
Cosas que no sirven para nada

Cosas que no sirven para nada / DM
Algunos notables han calificado la flotilla de «terrorismo», «provocación», «batucada mediterránea», «crucero de bailoteo» o, simplemente… de no servir para absolutamente nada.
Algo tan correcto en forma -ya que han fracasado en su propósito de romper el bloqueo ilegal de Israel y entregar ayuda humanitaria a la población de Gaza- como equivocado en fondo. Pero, total, ¿qué argumento puede disuadir a quien alardea de vivir totalmente desconectado de lo humano?
Y, de hecho, la historia está repleta de gestos que no servían para nada. Rosa Parks, negra, arrestada en Alabama en 1955 por no ceder su asiento de autobús a un blanco que ni siquiera quería sentarse. Fue acusada de perturbar el orden y encarcelada. En protesta, un pastor bautista relativamente desconocido, Martin Luther King, lideró otra acción inútil: convocar a la población afroamericana a organizarse para transportarse por sus propios medios y no tomar los autobuses. Tras 382 días de boicot, las empresas de transporte público reclamaron a los gobernantes que acabara la segregación racial en los autobuses.
Ruby Bridges, una niña de seis años, fue la primera afroamericana en asistir a un colegio de «blancos» en Luisiana. Ella no entendía por qué lo hacía escoltada por policías federales ni por qué la esperaba una multitud de blancos sosteniendo una pequeña caja con forma de ataúd de bebé, de la que asomaba una muñeca negra. Asistió durante todo un año sola -porque los padres de los niños blancos no querían que sus hijos estuvieran cerca- a las clases de la señorita Henry, una profesora que se había trasladado desde Boston porque los docentes de la ciudad rehusaban enseñar a niños negros.
En 1930, Gandhi partió desde su retiro religioso en Sabarmati, en el oeste de India, hasta Dandi, en la costa del mar Arábigo. Un recorrido de 300 kilómetros que duró casi un mes y que inició prácticamente solo y al que miles se fueron sumando por el camino. Lo hizo en protesta al no obtener respuesta de su carta al virrey de la India, Lord Irwin, donde le pedía eliminar el impuesto a la sal, que gravaba sobre todo a la población más pobre en una época en que esta sustancia era fundamental para la conservación de alimentos. Cuando la ‘Marcha de la sal’ llegó a Dandi, Gandhi tuvo otro gesto inútil: se sumergió en el mar y tomó un puñado de arena rica en sal de la orilla. Sin permiso. Durante los dos meses siguientes, más de 60.000 personas fueron arrestadas por la policía británica por recolectar sal ilegalmente y realizar otras formas de desobediencia civil.
Hördur Torfason, actor y activista islandés, al estallar la crisis financiera en su país, se plantó frente al Parlamento. Cada día. Al principio solo, pidiendo a los transeúntes que se unieran. Y lo hicieron, a miles. Un movimiento llamado Voces del Pueblo, armado de algo tan inútil como cacerolas y cucharas, pretendía derrocar al gobierno por su negligente gestión y convocar elecciones.
Emmeline Pankhurst lideró el movimiento de sufragistas británicas a principios del siglo XX. Fueron tachadas de radicales inútiles, ridiculizadas y encarceladas por pretender que las mujeres pudieran votar.
Colin Kaepernick, jugador de fútbol americano, fue expulsado en 2016 por arrodillarse mientras sonaba el himno nacional en protesta contra la brutalidad policial.
Tampoco sirvió para nada un pequeño grupo de madres caminando en círculo, en silencio, con pañuelos blancos en la plaza de Mayo, en Argentina, porque de hecho, muchas de ellas nunca volvieron a abrazar a sus hijos desaparecidos.
¿Para qué reclamar la expulsión de Eurovisión o parar una vuelta ciclista en protesta por la participación de un país que comete un genocidio ante los ojos del mundo? ¿Para qué las flotillas que, desde 2008, y en 2010, 2011, 2015, 2016 -nada de esto empezó el 7 de octubre- y ahora 2025 intentan romper el bloqueo ilegal de Israel y llevar ayuda humanitaria a Gaza?
Tan «inútil» que incluso la Gaza Freedom Flotilla, en 2010, perdió diez activistas asesinados y decenas resultaron heridos en el ataque de comandos israelíes, que los acusaban -sorpréndase- de «tener lazos con organizaciones terroristas».
Ya ven, que no es nada nuevo. La historia está llena de pequeños gestos: un asiento, una rodilla, una cacerola, caminar, navegar… Inútiles si los medimos en términos de eficacia inmediata, pero que, acaso alguna vez, llevan en su semilla la capacidad de cambiar sociedades enteras. Hay fracasos que no lo son, pues aunque no detienen el curso de la historia, lo reorientan. Gestos que son gestas. Motivo, propósito ¡Una utopía! La respuesta a la pregunta ‘¿por qué seguimos intentándolo cuando lo más probable es fracasar?’.
Porque, a fin de cuentas, «la utopía -rezaba Eduardo Galeano- está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar».
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