Opinión | El Desliz
Qué menos que horrorizarse

Qué menos que horrorizarse. / Elisa Martínez
Cuando tenía nueve o diez años, mis padres estaban suscritos al Círculo de Lectores. La familia llegaba justa a fin de mes, pero ellos daban una importancia capital a los libros y al saber (el ascensor social llegó con esfuerzo al cuarto sin ascensor donde me crié). Éramos asiduos de la biblioteca pública. Mis progenitores en el Círculo compraban clásicos, novelas de humor, atlas y una enciclopedia por tomos. Detrás de ella, en el hueco del último estante pegado casi al techo, había un volumen escondido para que los niños no lo cogiéramos. Un libro prohibido, para qué quieres más imán. Hizo falta un plan, pero en cuanto los adultos faltaron a la vez (debieron ir a un funeral), logramos sacarlo y hojearlo: era de historia, sobre la liberación de los campos de concentración nazis, con fotos. No se me olvidará nunca el impacto, tuve pesadillas durante semanas, aún hoy veo esas imágenes de cráneos apilados, de personas demacradas, de montañas de ropas y zapatos. Los vagones, los hornos, las chimeneas, los camastros, los patios. No pudimos esconder la fechoría, nos notaron enseguida que algo había pasado. No es que la Segunda Guerra Mundial nos pillara de nuevas, habíamos visto docenas de películas. Pero aquello era otra cosa, la verdad desnuda, la constatación de la muerte sistemática de millones de seres humanos. El mal absoluto. La realidad. Cómo pudieron hacer eso a los judíos, qué espantosa cadena de acciones y omisiones llevó al Holocausto. Poco después leí El diario de Ana Frank, y lloré a mares. Le pregunté a mi madre por qué no la salvaban al final del libro. "Porque no fue eso lo que pasó", me contestó, "esa niña era una niña de verdad". Con cada novela que leo, película, documental o artículo sobre el plan de exterminio del pueblo judío me vuelve intacto ese primer horror. Cuánto me alegraba situarlo en el pasado, y no ser coetánea de sus perpetradores.
Difícil de aceptar que de semejante sufrimiento derive el genocidio al que asistimos, cometido por el gobierno ultra de Israel contra los palestinos, los dueños primeros de esa su tierra prometida. No puede ser venganza histórica, el objeto de tanta saña no aparecía en el libro prohibido que encontré de pequeña; tampoco será justa, por desproporcionada, aunque responda a un atentado terrorista. El sanguinario Netanyahu es un político con un propósito, el de mantenerse en el poder, que se ha buscado un enemigo que pueda aniquilar y socios sin escrúpulos. Cada día cadáveres diminutos envueltos en sábanas. Esos niños son niños de verdad, ayer mismo estaban vivos como nuestros hijos. Les disparan, les tiran bombas, los matan de hambre cuando esperan en la cola de los alimentos. Un pueblo perseguido, arrinconado, machacado hasta la extinción. Familias enteras, sanitarios, periodistas. Miles de asesinatos y miles de personas obligadas a huir. Los estamos viendo morir en directo desde hace meses. De bocas habitualmente calladas respecto a la masacre de Gaza hemos oído la palabra ‘violencia’ este fin de semana con la suspensión de la final en Madrid de Vuelta ciclista, por incidentes aislados en las protestas crecientes contra esta violación de los derechos humanos. No lo siento por quienes se forran organizando eventos deportivos masivos ni por los abanderados de Israel y su infausta causa, sí por los deportistas. Pero es que estamos asistiendo a un holocausto contemporáneo y qué menos que horrorizarse.
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