Opinión | Tribuna
Los hoteles y la dictadura del peso

Los hoteles y la dictadura del peso / Freepik
El otro día llamé a varios hoteles que se anunciaban como pet friendly. La idea era sencilla: pasar unos días con mi perro, que pesa veinte kilos. Es un perro normal, educado, vacunado y mucho más tranquilo que muchos seres humanos que he visto desayunando en hoteles.
De los siete hoteles que consulté, solo uno admitía perros de más de diez kilos. Los demás fueron tajantes: «Lo sentimos, máximo diez kilos». Como si a partir del kilo once el animal adquiriera la capacidad de robar toallas, hacer botellón o destrozar el minibar. Me contuve de preguntar si había que pesarlo en recepción o si bastaba con llevar una foto de la báscula tomada en casa.
Esa cifra, tan concreta, esconde una lógica absurda pero reveladora: se permiten animales, discretos, casi decorativos. Que no dejen huella. Que no respiren demasiado fuerte ni ocupen demasiado espacio.
Porque si se tratara de comportamiento y no de tamaño, la historia sería otra. ¿Cuántos perros grandes han orinado, borrachos, en las escaleras de emergencia? ¿Cuántos han gritado a las camareras de piso porque la habitación no estaba lista a las 11:07? ¿Cuántos se han llevado un albornoz «de recuerdo»?
Me resulta fascinante —y bastante hipócrita— que se ponga tanto empeño en limitar el peso de los perros, mientras se toleran sin reparos todo tipo de excesos humanos. El huésped puede llegar con sus 110 kilos de ruido, de ego, de desconsideración, y nadie le dice nada. Puede comportarse como si estuviera en su propia boda, aunque esté en un hotel compartido. Puede arrasar el bufet como si fuera una expedición al Polo Norte. Puede dejar la habitación como si hubiese pasado un tifón. Pero su comportamiento no se mide en kilos. No se mide, en realidad, en absoluto.
¿Y si lo hiciéramos? ¿Y si, del mismo modo que se limita el tamaño del perro, empezáramos a limitar el «peso incívico» del turista? Ese que se mide en residuos, en decibelios, en número de veces que llama a recepción porque el jacuzzi no burbujea con suficiente entusiasmo.
Imagino un cartel en recepción que dijera: «No se admiten huéspedes con más de 8 unidades de comportamiento incívico». O: «Máximo 3,5 gramos de soberbia por noche». Y si alguien pregunta cómo se mide eso, se le responde: «Con el mismo criterio con el que ustedes pesan perros».
Pero no. La hipocresía funciona así. Se finge una preocupación —por la limpieza, por la seguridad, por el descanso ajeno— y se encubre una estética social. El perro pequeño no molesta porque apenas se nota. Como el turista que no pide nada, no se queja y deja propina. El perro grande, como el viajero que quiere entender el lugar en el que está, que no consume como una aspiradora, que no se adapta sin cuestionar, resulta incómodo porque rompe la escenografía.
Mallorca, como tantos destinos saturados, ha perfeccionado una especie de limpieza simbólica: permite lo que no deja huella. No importa cuánto contribuyas al deterioro ecológico, siempre que no ladres.
Y así estamos: aceptando al grupo de despedida de soltero disfrazado de bebés gigantes, pero no a un golden retriever que pasea en silencio por el vestíbulo. Permitimos el ruido de los altavoces portátiles en la piscina, pero no el paso sosegado de un pastor alemán.
Todo es cuestión de imagen. De moldear la realidad para que parezca ordenada, limpia, bajo control. Aunque por dentro huela a hipocresía.
Tal vez lo más honesto sería que los hoteles dijeran la verdad: «No aceptamos perros grandes porque nos da miedo lo que escapa al decorado». O directamente: «Nos gusta la idea de los animales, siempre que pesen menos que nuestras contradicciones».
Y no, mi perro no se molestó. Él no lo entendió. Ni el absurdo de la norma ni la ironía de que quien la dicta probablemente haya destruido más colchones que él. A veces envidio esa ingenuidad.
Yo, en cambio, no he podido dejar de pensar en ello desde entonces. Cada vez que entro a un hotel, no puedo evitar mirar a los huéspedes y preguntarme: ¿cuánto pesa este en capacidad de arrasar lo ajeno? ¿Cuánto aquel, en desprecio por lo común? ¿Y este otro, en soberbia disfrazada de sofisticación?
Y luego me acuerdo de mi perro, esperando en casa. Veinte kilos de nobleza, saber estar y sentido común. Demasiado peso, al parecer, para una industria que mide la calidad por la apariencia y no por el respeto.
En el fondo, no es que mi perro pese demasiado. Es que todavía no hemos inventado una báscula para medir nuestra propia estupidez. Porque si existiera, no marcaría sobrepeso. Marcaría colapso.