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Planes de futuro

Ilustración: Planes de futuro

Ilustración: Planes de futuro / Ingimage

La presidenta del Govern Balear, Marga Prohens, presentó la pasada semana un plan de infraestructuras para los próximos años por valor de 3.800 millones de euros. La retórica empleada es la habitual en estos casos: la necesidad de modernizar y transformar. «Ponemos rumbo al futuro desde un presente –afirmó–, para poner las infraestructuras al nivel que merecen los ciudadanos». La oposición, en cambio, vio en este proyecto poco más que «humo propagandístico». Ni lo uno ni lo otro debe extrañarnos: nos hallamos ante la política en estado puro. Pero el simple hecho de que se anuncien cifras concretas indica que la época de las vacas flacas ha pasado. O, al menos, que el Gobierno autonómico vuelve a contar con músculo suficiente para afrontar inversiones significativas.

Con esta iniciativa queda trazada, pues, la hoja de ruta de las próximas legislaturas, en el caso de que el PP mantenga el Govern –algo que parece plausible ante el desgaste que atraviesa el PSOE a nivel nacional–. Aunque nada es seguro, por supuesto, y además las contiendas autonómicas siguen su propio compás. Todo ha cambiado en estos años y todo continúa igual: el futuro sigue siendo un lugar incierto –como debe ser, por otro lado–.

Pero volvamos al plan de infraestructuras y a lo que se echa en falta –o a lo que no se dice–. Está bien que un gobierno, del signo que sea, quiera ampliar o mejorar las infraestructuras de su comunidad autónoma; sin embargo, cuando se trata de un gobierno conservador, sorprende que no proyecte un plan paralelo en materia fiscal. Porque lo propio del conservadurismo es, por un lado, su desconfianza hacia una excesiva intromisión del Estado en la vida privada y, por otro, la creencia –quizás ingenua– en la emancipación del ciudadano a través de la bajada de impuestos. Es algo instintivo para un votante liberal/conservador: a partir de cierto umbral de esfuerzo fiscal, los impuestos ya no corrigen las disfunciones del sistema sino que las agravan. Y hablo de instinto deliberadamente, porque sé que la racionalidad admite muchas lecturas.

Bajar los impuestos año tras año debería entrar en la hoja de ruta de cualquier gobierno popular. Sus votantes comprenden este tipo de medidas, porque forman parte de su arquitectura moral. Prohens lo intuyó con acierto en sus primeras decisiones como presidenta, actuando sobre el impuesto de sucesiones y reduciendo –aunque de forma modesta– el IRPF. Cabe preguntarse por su prudencia posterior. ¿Falta de oxígeno presupuestario? Difícil, si se dispone de más de tres mil millones para invertir. ¿Un gesto reservado para la última parte de la legislatura? ¿O tal vez la sensación de que ya se ha cumplido con el programa electoral? Supondría un error pensar así, porque la política también son convicciones e ideas.

Un plan gradual, trazado a ocho o diez años vista, que marque una senda hacia una mayor competitividad fiscal no sólo sería coherente con el ideario liberal-conservador que el PP proclama, sino que además ofrecería una dirección y un relato. Las infraestructuras se inauguran y se olvidan. Las rebajas fiscales, en cambio, actúan en la sombra, transformando silenciosamente la relación entre el ciudadano y el Estado. Son una apuesta por la libertad individual, por la responsabilidad compartida y por una sociedad que avance con menores tutelas. Básicamente porque gobernar también consiste en confiar. Y en política, la confianza representa sobre todo un horizonte.

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