Opinión | Tribuna

Anonimato y libertad de expresión

Ilustración libertad de expresión

Ilustración libertad de expresión / DM

Desde sus orígenes en Atenas, la democracia se sustentó sobre tres pilares básicos: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (isonomia); el derecho a expresarse en igualdad de condiciones (isegoria) y a hacerlo con total libertad (parresia). Este último concepto, que literalmente significa que «todo se puede decir», es el que más se aproxima a lo que hoy en día denominamos «libertad de expresión». Desde entonces, el grado de cumplimiento de estos tres principios ha determinado el nivel de calidad de una democracia. De hecho, la Constitución española, en su artículo 20, ampara la libertad de expresar pensamientos, ideas u opiniones en todas sus formas, literarias, artísticas o científicas. El artículo cita, además, la libertad de cátedra de la que gozamos los profesores y que se hace extensiva a la libertad de prensa.

En un contexto democrático, los únicos límites a la libertad de expresión los fija el código penal al tipificar los delitos de odio, difamación, calumnias e injurias, por lo que quien se expresa libremente debe tener presente las consecuencias jurídicas que puedan derivarse de sus palabras. Existe, asimismo, otro límite más sutil y volátil, lo social y lo políticamente correcto, que puede restringir el uso libre de la palabra. En este caso, cada hablante en función de las circunstancias calibrará lo que conviene o no conviene decir.

En cualquier caso, la libertad de expresión requiere que los ciudadanos sean responsables de las palabras que profieren y que, por tanto, se identifiquen al manifestar sus opiniones. Solo si se produce esa identificación se puede hablar de una comunicación auténticamente democrática, cuyo fundamento cívico es que todos los ciudadanos debemos responsabilizarnos ante los demás de lo que decimos.

La preocupante degradación de las democracias tiene mucho que ver, sobre todo a partir de la aparición de Internet y las redes sociales, con el hecho de que una parte de la ciudadanía rechaza asumir esa responsabilidad al parapetarse en el anonimato o el pseudónimo. Sin embargo, apelar a la libertad de expresión desde el anonimato, no solo es una contradictio in terminis, sino que supone una gran amenaza para las democracias, incluidas las más consolidadas. Resulta evidente que el anonimato es socialmente disgregador porque fomenta la violencia verbal y la difusión indiscriminada de bulos, jaleados por una desbocada jauría de trolls y haters y viralizados por un enjambre de bots inidentificados. Combatirlos es una tarea tan inútil y quijotesca como luchar contra un ejército de fantasmas, en este caso digitales. Para prevenirlos quizá sería útil recurrir a una medida más tradicional, la de concienciar a la ciudadanía con una máxima que los usuarios de las aplicaciones y plataformas leerían al entrar en ellas, de modo semejante al «conócete a ti mismo» con el que se topaban los visitantes del templo de Apolo en Delfos: «No digas nunca anónimamente lo que con tu nombre no te atreverías a decir públicamente».

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