Opinión
Viaje a ninguna parte
A estas alturas del escándalo, ni Iván Redondo en su momento más inspirado puede diseñar una ruta de salida para Pedro Sánchez. Y eso que lo intenta, si nos fijamos en la última propuesta que ha hecho, en forma de cuestión de confianza, vía artículo 112 de la Constitución, tomando prestada la petición que hizo Carles Puigdemont en otras circunstancias. Dice el hombre que diseñó la moción de censura de 2018 y otorgó la presidencia a Sánchez que ahora es momento de «superar el miedo escénico de todos los protagonistas» y, en consecuencia, escenificar el retorno de la confianza. El dardo, lógicamente, va directo al corazón de los sospechosos habituales en el arte de salvar los muebles al PSOE, más los imprescindibles PNV y Junts. Y por eso habla de «miedo», porque el hedor que emana desde la Moncloa incomoda a cualquier de los presuntos aliados.
Perder «el miedo escénico», una expresión medida e inteligente que reduce a una simple cuestión teatral aquello que puede ser una soga al cuello para los que decidan mantener a Sánchez en el poder. Y esta es la cuestión, que en el proceso de salvar al sanchismo puede haber daños colaterales fulminantes para todos los socorristas. El primero que ha entendido el alto riesgo -y osaría decir que ha huido de la ecuación, incluso antes de formularse- es Podemos, que siente que es el momento de ir a elecciones y dar el mordisco final a Sumar. Otros se remueven en su silla, con más o menos teatralidad rufianesca, atrapados entre el deseo de huida y el miedo a la irrelevancia, si gana el PP. Puede haber, pues, la posibilidad de perpetrar un nuevo golpe de efecto como el de 2018, transmutando la moción de censura de entonces en una cuestión de confianza. Pero si Gürtel hizo caer al Gobierno del PP, parece evidente que la tríada del coche maldito -en otro momento, feliz metáfora de la resiliencia sanchista- hará caer al Gobierno del PSOE.
Ciertamente, se puede intentar aplazar in extremis la caída, vía las múltiples opciones imaginativas que estos días recorren los despachos desesperados de Ferraz: desde la citada cuestión de confianza hasta una nueva investidura con presidente alternativo. En este punto, los nombres van desde ZP -eterno mulo de carga para todos los líos- hasta Illa -confidente de las penas de Sánchez- o la estrambótica opción Colau, dotada de la grandiosa humildad de ofrecerse ella misma. Todo es imaginable porque, si tiene razón Gonzalo Boye, diestro en el arte de oler alarmas judiciales, Sánchez tiene que mantenerse desesperadamente en la Moncloa. Y lo tiene que hacer no por su conocido afán de poder, sino para garantizar el blindaje de la presidencia cuando lleguen las inevitables citaciones de los tribunales.
Cosa la cual es cada vez más posible y/o probable, fijándonos en el enorme y asqueroso escándalo que rodea a todos sus íntimos. Ya no se trata de la mujer, el hermano, el fiscal general y las múltiples acciones discutibles que ha perpetrado desesperadamente para salvarlos. Ahora es una presunta red de corrupción inserta en el corazón de su círculo íntimo, que ha actuado durante años sin escrúpulos, ni pudor, con un nivel de bajeza moral que resulta imposible de acotar en un simple caída de la tentación. No hace falta que decir que los términos en que se dirigen -y usan- a las mujeres añaden la guinda de la putrefacción. Que se intente hacer creer que el presidente no supo, ni escuchó, ni notó, ni intuyó nada durante años de corrupción de su gente más próxima, solo puede tener dos explicaciones: o fue un inepto o lo permitió. Y esta es una percepción que no solo es mayoritaria en los votantes contrarios, sino compartida por muchos de los que le han votado. Sánchez ha perdido completamente la confianza pública y esta pérdida no se remontará con ninguna cuestión surgida del gorro de Iván Redondo. A la vez, perdida la confianza, ha perdido la magia del ganador. Ahora no parece un púgil imbatible, dotado de una resiliencia heroica. Ahora parece un boxeador noqueado que golpea al aire intentando mantener el aliento, mientras su amigo Ábalos pisa los juzgados. Y todo esto pasa ahora, cuando todavía no se sabe si hay más audios, más pruebas, más citaciones y más escándalo.
La legislatura está acabada. Puede morir agónicamente, arrastrándose unos meses, pero ya no hay dique de contención. La alcantarilla se ha desbordado.
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