Opinión | Tribuna

¿Cuándo perdió el rumbo la Economía?

¿Cuándo perdió el rumbo la Economía?

¿Cuándo perdió el rumbo la Economía?

En uno de sus ensayos más celebrados, Los límites intrínsecos de la moderna teoría económica, el profesor Alan Kirman sostenía que la teoría económica que domina el mundo académico y obtiene proyección y reconocimiento internacional ha superado muchos ataques «no porque haya sido suficientemente sólida para soportarlos, sino porque ha sido suficientemente fuerte para ignorarlos». En efecto, cualquier persona con un mínimo de cultura e interés por lo que acontece no puede dejar de preguntarse el motivo por el cual, frente a crisis, convulsiones económicas o incluso problemas menores, los economistas se limitan a proponer un puñado de fórmulas que, sea cual sea la situación, se repiten invariablemente... e invariablemente fracasan. Y, pese a ello, estas recetas siguen obteniendo crédito, se siguen enseñando en las universidades —incluida la nuestra— y sus representantes actúan como oráculos del despropósito sin inmutarse.

La explicación es sencilla y, a la vez, compleja. El porqué del predominio de la llamada teoría económica neoclásica exige una mirada amplia y, sobre todo, histórica, cualidades que los planes de estudio en las facultades de economía procuran soslayar, mientras abruman a los estudiantes con ejercicios matemáticos para demostrar lo inverificable: que las situaciones económicas pueden reducirse a modelos y codificarse como si fueran reacciones químicas en un laboratorio.

Hasta el último tercio del siglo XIX, la economía no tenía consideración de ciencia. Se la consideraba una mixtura de opiniones periodísticas, estrategias empresariales e inofensivos juegos de álgebra. Mucho más prestigio tenía la llamada Economía Política, y muy especialmente los grandes autores británicos: Smith, Malthus y Ricardo, cuyas obras se seguían editando, discutiendo y generando encendidos debates. Y ello era perfectamente lógico, ya que el capitalismo en ciernes que analizaron dichos autores en su país natal se estaba convirtiendo en el modo de producción dominante en casi todo el mundo hacia 1870. Pero el sistema que analizaron los padres de la economía política era muy diferente del que se expandió con la Segunda Revolución Industrial. La principal diferencia radicaba en que el crecimiento del capitalismo había creado, a su vez, una clase obrera que clamaba contra la explotación y exigía una cuota mayor de la plusvalía que solo los trabajadores generaban.

En esa tesitura, las teorías económicas de los clásicos —especialmente la teoría del valor-trabajo de Ricardo, incluyendo la noción del «precio natural del trabajo» o ley de hierro de los salarios— constituían un cierto apoyo a las reivindicaciones obreras, hasta el punto de ser la base sobre la que poderosas organizaciones comenzaban a formarse, especialmente en Alemania, con la Allgemeiner Deutscher Arbeiterverein de Ferdinand Lassalle. De este modo, se hacía necesario enterrar a los clásicos y orientar la enseñanza de la economía hacia nuevos paradigmas, donde las relaciones entre las clases desaparecieran en aras de un sujeto representativo que opera racionalmente gracias al poder benefactor del mercado, el cual restablece una y otra vez el equilibrio general. Si a ello le sumamos la creciente influencia del marxismo, como teoría precisamente de los desequilibrios, se entiende que desde las instituciones de poder se promocionaran casi en exclusiva las nuevas teorías que propugnaban que el valor se determina por la utilidad marginal y la escasez.

Es cierto que los principales teóricos del marginalismo —William Jevons, Carl Menger y Léon Walras— no tuvieron en cuenta las teorías de Marx, pero no deja de ser llamativo que sus principales obras se popularizaran tras el sobresalto de la Comuna de París en 1871. Las universidades, los periódicos, las revistas académicas y los foros empresariales hicieron del marginalismo —o neoclasicismo— la doctrina económica oficial a partir de entonces… y así seguimos.

Las aportaciones reales del marginalismo al conocimiento de la economía son irrelevantes, hasta el punto de no ser capaz de explicar las propias fluctuaciones del capitalismo; sin embargo, la economía neoclásica sí ha cumplido una función extraordinariamente valiosa: ocultar que el origen de la ganancia es simplemente el trabajo humano no retribuido. Marx llamó «un genio de la estupidez burguesa» a Jeremy Bentham, uno de los protomarginalistas más conocidos. Lo que Marx no pudo llegar a intuir es que de esa estupidez se impregnaría el pensamiento económico hasta nuestros días.

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