Opinión | Una ibicenca fuera de Ibiza
Un chino en Alemania y un ex en alguna parte
Me contó una amiga que su hijo había acudido a una de esas modernas prebodas -¿estamos locos?, ¿quién quiere casarse con ojeras?-. Tres amigos de toda la vida que se casaban a la vez. Pero al amanecer -la mañana de ojeras y autos- solo seguían prometidos dos. Al tercero le había llamado la novia para decirle que lo dejaba. «Pues le ha hecho un favor -respondí a mi amiga- si han de cagarla, cuanto antes mejor». Y brindaríamos, creo recordar, por el amor amor amor… que es eterno mientras dura.
¿Y en cuanto al pobre muchacho? Podría haber sido peor. De los 1,62 mil millones de personas tatuadas en el mundo se estima que 194 millones se han grabado en algún momento algo relacionado con su pareja. Teniendo en cuenta que más del 50% de las relaciones acaban en ruptura, hay aproximadamente en el planeta, hoy, 97 millones de personas tirándose de los pelos por no poder arrancarse la piel.
Pero donde los desdichados vemos una crisis, los terapeutas y las empresas de dispositivos láser ven una oportunidad. Una de ellas, Lutronic PBS, reveló que el 60% de los españoles se arrepienten de un tatuaje en menos de cinco años. Y aunque sé que la cautela te viene, como la grasa en la cintura, con los años, mi consejo es que respiren muy hondo y cuenten hasta diez, ¡o mejor hasta setenta y seis mil quinientos cuarenta y dos! Antes de contestar «sí, quiero» a algo que apunta a para toda la vida. Que luego vienen los láseres y los llantos.
Pero desde la perspectiva de quienes ya estamos de vuelta de que la tostada del amor caiga del lado de la mantequilla, les aconsejo a los abandonados frescos que se mantengan muy lejos de centros de tatuajes, aplicaciones de citas y redes sociales donde más pronto que tarde verán a su antigua media mandarina totalmente recompuesta en otras pulpas. Y eso duele más que un dragón escupiendo fuego recién tatuado en el empeine -por lo que tengo entendido, que servidora mantiene el cuero pintado solo en cicatrices-. Mejor siéntense rodeados de buenos amigos. De los que te acompañan hasta en el día de tu boda a pesar de que la propia se ha ido a la mierda. La evidencia, por cierto, de que sí hay quien se queda en lo bueno y en lo malo.
Créanme, es mucho más sabio y más sensato dejar que el karma actúe por sí solo. No siempre lo hará con la saña que derrochó Laura Esquivel en Como agua para chocolate, donde venga a su protagonista, Tita, dedicada en cuerpo y alma a la cocina, de la pérdida de su amado Pedro en brazos de su propia hermana, Rosaura. Para demostrar que el resarcimiento es un plato que se sirve frío, fuera de carta, pero siempre llega, mientras el despliegue de manjares que surgen de los fogones de Tita provocan placeres extasiantes, e incluso, una desatada lujuria colectiva... A Rosaura la castiga con insoportables problemas digestivos, mal aliento y flatulencias. Condenados ambos a compartir lecho con una nube de gases tóxicos, hasta que la muerte los separe. Alerta espóiler; en este caso la de ella, víctima de una traca de pedos.
Pero el mejor de los karmas es el que llega cuando ya te la refanfinfla. Cuando el lugar que antes ocupaba un «Mi corazón pertenece a Paco» ahora es un cúmulo virgen de piel sonrosadita. Con todas las posibilidades por delante. Tuya y de nadie más.
Pero como mis lectores más perspicaces ya habrán notado, nos falta un chino en Alemania en esta historia. Vamos a por él.
Que mi ex se liara con otra coincidió en el tiempo con otro final: el del estadio Vicente Calderón. Eso sí que fue un agujero en el corazón de muchos hinchas del Atlético de Madrid que habían sufrido y amado junto a su equipo durante medio siglo. ¡No en vano han hecho de su himno un «Cómo no te voy a querer»! Y entre una cosa y la otra, coincidió con un regalo que nunca le llegué a dar: una butaca del estadio clausurado. ¡No una cualquiera, faltaría más! Vi decenas antes de encontrar la perfecta que restaurarían estas manitas.
Años llevaba ahí, en su caja original y, les juro que ni recordaba, también anunciada en un conocido portal de subastas. Pues va y resulta que el otro día me escriben que alguien ha realizado una oferta por mi «objeto especial». Al cambio, 430 castañas. Aunque lo fácil a estas alturas habría sido pensar que era una estafa y borrar el mensaje, me pudo la curiosidad de ver de qué cojones de objeto especial estábamos hablando. La butaca, era la butaca. Un pirado de Alemania, chino para más señas, se había encaprichado. Dicho y hecho, acepté y va y resulta que este sí era un hombre de palabra. Lo imagino cómodamente en su butaca nueva sin la más remota idea de toda la historia que cabe bajo un culo sentado.
Le gritaba entusiasmada a mi amiga que no era ya por la pasta -es de sobra conocido que, después de los futbolistas, los columnistas somos los mejor remunerados-. ¿Por mí? ¡Qué va! ¡Era por la pobre butaca! Que, mira tú por dónde, ella sí había encontrado el amor. Al menos ese amor amor amor… que es eterno mientras dura.
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