Opinión | Tribuna

De dueños a intrusos: la expulsión de las personas de la ciudad

Turistas en las inmediaciones de la catedral de Palma.

Turistas en las inmediaciones de la catedral de Palma. / EP

Durante siglos, las calles fueron el escenario natural de la vida urbana. Se caminaba, se comerciaba, los niños jugaban y la gente se encontraba en plazas y avenidas sin preocuparse por el tráfico. Sin embargo, con la llegada del coche, este equilibrio se rompió. En pocas décadas, el automóvil pasó de ser un lujo a convertirse en el protagonista absoluto de nuestras ciudades, desplazando a quienes antes eran sus principales habitantes: las personas.

El crecimiento del parque automovilístico llevó a una transformación radical del espacio público. El coche privado, a menudo con un único ocupante, se comió el espacio en el que podían moverse libremente más de una docena de personas. Donde antes había plazas, aceras anchas y calles compartidas, se construyeron calzadas, aparcamientos y grandes avenidas pensadas para la circulación rápida de vehículos. La prioridad del diseño urbano dejó de ser la convivencia para centrarse en la eficiencia y fluidez del tráfico. Los espacios peatonales fueron reducidos poco a poco, relegando a los viandantes a aceras angostas y pasos de cebra contados.

Este cambio fue físico pero también cultural. A medida que el coche se adueñaba de las calles, los peatones comenzaron a ser vistos como un obstáculo. Se multiplicaron las normas para restringir su circulación: semáforos que limitan su tiempo de cruce, vallas que impiden el paso fuera de las zonas marcadas y multas para quienes osen cruzar por lugares «no autorizados». Se llegó a culpabilizar al peatón de los atropellos, como si andar por la calzada fuera una imprudencia y no una consecuencia del diseño urbano centrado en el vehículo.

Sabemos que, en la gran mayoría de nuestros barrios y pueblos, más del 70% del espacio público está destinado a coches, ya sea para la circulación o el aparcamiento. Mientras tanto, los peatones, nos hacinamos en aceras cada vez más estrechas, esquivando terrazas, mobiliario urbano y patinetes. Esta distribución desigual no solo limita la movilidad, sino que afecta a la seguridad y la calidad de vida de los ciudadanos.

A pesar de todo, los desplazamientos a pie siguen siendo mayoritarios e imprescindibles en nuestra vida diaria. Es por ello que deberíamos preguntarnos si queremos seguir cediendo nuestras ciudades al coche o empezar a reclamar un espacio más humano y saludable.

Las experiencias de cambio en otras ciudades solo han tenido efectos positivos. Cada vez que se peatonaliza una calle, nadie quiere volver a lo anterior. Pero recuperar la ciudad para las personas no significa eliminar completamente el coche, sino repensar el espacio público para que todos puedan disfrutarlo de manera segura y equitativa.

Eso sí, respetando la prioridad de los que caminan o van en bici.

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