Opinión | Las cuentas de la vida

Los tres leones

León XIV

León XIV

Todo nombre contiene una multitud de significados. El suyo es León XIV. En él resuenan los ecos de tres figuras del pasado y, a su vez, el enigma que oculta cada una de ellas: León XIII, san León Magno y el hermano León, el poverello de la Umbría que escribía al dictado de Francisco en el Monte Alvernia.

Del primero, el nuevo papa americano hereda la intuición de una necesidad de anclaje en lo real. Fue León XIII quien, en su encíclica Rerum Novarum, quiso trasladar el mensaje cristiano a la era del trabajo industrial y de los conflictos sociales. Se trataría de una teología de la justicia que revela la voluntad de no encerrarse entre los muros del Vaticano. Salir y defender la vida, salir y ofrecer un aliento de esperanza. Es el rostro social del papado.

Fraile agustino, el nuevo sumo pontífice hereda de san León Magno la densidad programática de aquel gran papa del siglo V que hizo frente a Atila y que supo, como san Agustín, llevar al corazón del hombre el drama de la historia. León XIV parece asumir, por tanto, la tarea tanto de tomar sobre sí el peso de la tradición como de nombrar nuevamente lo esencial de la fe; a saber: que para el creyente Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, fuente de esperanza y de salvación. Ahí radica el rostro teológico (y pastoral) del papado.

Pero, además, hay un tercer León: el más secreto, o el menos nombrado si se prefiere. Pequeño entre los pequeños, fue el compañero silencioso de san Francisco de Asís, el testigo de sus estigmas y el confidente de sus dudas. No conoció el poder; sólo la escucha. En una Iglesia dividida por las luchas doctrinales, a menudo fratricidas, ¿no será ese el León que más urge, el más capaz de unir a reformistas y conservadores y de evitar la vieja tentación del cisma? No se trata de una posibilidad menor, sino de una mano tendida al respeto y al reencuentro.

Todavía queda una incógnita: el papa León XIV ha iniciado su pontificado con algunos pequeños signos. De la elección de su nombre se deduce que ha optado por el compromiso con los pobres, por un mensaje cristocéntrico y por la palabra escrita en vez de los eslóganes vacíos. No ha prometido rupturas ni reformas espectaculares. Quizá no sea esto lo urgente. En cambio, ha ofrecido la paz (exterior e interior), pero no cualquier paz. Ha pedido construir puentes donde se destruyeron los del pasado. En su nombre convergen varios siglos y tres ciudades –Roma, Hipona y Asís–, al igual que en su biografía. De Prévost se puede decir cualquier cosa menos que sea un hombre falto de experiencia. Ha sido académico y misionero, obispo de una pequeña diócesis y superior general de los agustinos, canonista y matemático, lector de san Ignacio de Antioquía y amante del ceviche. Como estadounidense, seguramente siente un profundo respeto por las instituciones. Como peruano, habrá aprendido a mirar el rostro oculto de la historia. En su primera homilía, ha recordado que su misión es empequeñecerse para dar testimonio de la esperanza recibida. No me parece un mal inicio. Ni un mal sucesor en los tiempos que corren.

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