Opinión | Tribuna
«¿Está ocupado?»
La clave no es el enemigo, sino el espectáculo: la insinuación constante de que, en cualquier momento, algo terrible podría ocurrir.
La lógica es simple y brutal: el miedo vende

Donald Trump
El cuerpo se ha convertido en uno de los grandes campos de batalla. Como en una pesadilla simbólica, Donald Trump irrumpe en escena como quien empuja con soberbia la puerta de un baño público, con ese gesto entre la certeza y el recelo. La luz —dura, fría, impersonal— acentúa su rostro: una máscara envejecida de testosterona y arrogancia. «¿Está ocupado?» pregunta, no como quien duda, sino como quien exige. Pero dentro ya hay alguien, y esa presencia lo desconcierta. Es Vivian Jenna Wilson, la hija trans de Elon Musk, la que no pertenece a los círculos «correctos», la renegada. «Sí, está ocupado. Pero no por quien imaginas», responde, como si esa puerta que Trump intenta cruzar fuera la última frontera, la última línea de defensa de un orden en disputa.
Lo insólito es que nadie le había preguntado nada. Las puertas cerraban bien, los cerrojos funcionaban. Todo estaba en calma hasta que llegó él, con el ruido de sus órdenes ejecutivas, dispuesto a convencernos de que justo ahí, entre azulejos y grifos, se escondía el apocalipsis. Mientras el mundo lidia con la crisis climática, la desigualdad global y las guerras, Trump elige su amenaza: un colectivo que, según la OMS, representa menos del 1 % de la población mundial.
Pero eso no importa. La clave no es el enemigo, sino el espectáculo: la insinuación constante de que, en cualquier momento, algo terrible podría ocurrir. La lógica es simple y brutal: el miedo vende. Y si no hay suficiente, se fabrica. Nada une más a una nación que la percepción de una amenaza común, aunque sea imaginaria. Hoy, las personas trans ocupan el centro de un complot que jamás imaginaron. ¿La trama? Que están a punto de borrar el mundo conocido: a las mujeres cis, a los hombres «de toda la vida», el supuesto orden natural. No con armas ni conspiraciones, sino con algo mucho más subversivo: la libertad de ser quienes son. Lo paradójico es que, de momento, el único borrado verificable es el de la palabra «mujeres» —y otras tantas—, censurada por agencias del Gobierno federal estadounidense que dictan qué términos pueden recibir subvenciones, como si fueran cazadores de herejías léxicas.
Si los baños son el campo de batalla, el deporte es el coliseo. «¡Los hombres se disfrazarán de mujeres para ganar medallas!», grita el presidente con vehemencia. ¿De verdad? ¿Eso es lo que amenaza al país? ¿Una persona que se arriesga a la violencia, al rechazo y al sufrimiento solo por vivir su verdad? Eso no es una amenaza, es valentía. Pero da igual, porque lo que realmente está en juego no es una medalla, sino la idea misma de que el mundo puede cambiar.
Esa amenaza también se combate en los papeles. La definición legal de sexo, reducida a lo genital, convierte la identidad de género en una jaula de papel: una casilla administrativa sin matices, como si el cuerpo fuera un formulario clínico, como si la complejidad del ser pudiera archivarse en una carpeta. ¿Y quienes no encajan? Sencillo: se les borra, como un error tipográfico en la gramática de lo humano que no merece corrección.
Luego está la cuestión médica. Trump, que jamás ha leído un manual de endocrinología, decide saber más que la Asociación Médica Estadounidense. «Prohibamos el uso del presupuesto federal para la reafirmación de género», proclama, con el gesto heroico de quien se cree salvar a alguien. Pero no salva: anula, cancela, destruye vidas antes de que comiencen, sobre todo en el caso de los menores. La ironía es desgarradora: se proclama protector de la infancia mientras la condena al sufrimiento. Las estadísticas no titubean: la falta de acceso a estos tratamientos dispara los índices de depresión y suicidio entre los jóvenes trans. Sin embargo, Trump no lee estadísticas; se alimenta de anécdotas, de relatos diseñados para infundir miedo, pero que no soportan el peso de la evidencia.
Los recortes en los programas de igualdad e inclusión funcionan como una poda malintencionada: en lugar de fortalecer el árbol, lo dejan expuesto a plagas y tempestades. No buscan otra cosa que legitimar la exclusión, facilitando que se margine y discrimine a quienes ya habitan en los márgenes. Bajo el velo de la neutralidad, estas políticas silencian a las personas trans, expulsándolas de las leyes que deberían protegerlas. Una operación sin anestesia: duele, deja cicatrices, no cura, solo perpetúa el daño.
Mientras tanto, las personas trans siguen ahí: resistiendo, intentando vivir, amar, ir al baño sin miedo, competir en paz. No aspiran a ser estandartes ni mártires, pero la sociedad les ha endosado este papel ingrato. Y sin embargo, resisten. Porque la resistencia comienza siempre en los detalles: en no bajar la mirada, en desafiar leyes discriminatorias, discursos de odio, prejuicios enquistados. Porque, al final, el problema no son las personas trans. El problema, como casi siempre, es el dedo acusador que las señala.
- La Guardia Civil confirma que uno de los dos cadáveres hallados en el mar es el de Juan Herrera
- Armengol admite ahora que se reunió con Aldama como miembro de una comitiva de Globalia
- Víctor de Aldama asegura que se reunió en Palma con Armengol y 'no era para hablar de mascarillas
- Así ha sido la derrota del favorito de Pasapalabra tras convertirse en bicentenario: 'Casi un año ha durado este sueño”
- El solidario y aplaudido gesto tras ganar el millonario bote en Pasapalabra: 'A Hacienda para fomentar la sanidad pública”
- El truco del cardiólogo José Abellán para vencer el insomnio: 'No te acuestes ni adoptes la posición de tumbado durante el día
- Dr. Víctor Bravo, endocrino: 'Comer menos y andar más no es la mejor solución para perder peso
- La otra cara de la Selectividad: 'Saqué un 13,1 y no he podido entrar en Medicina