Opinión | Miel, limón & vinagre
Michelle Obama, abogada y ex Primera Dama de Estados Unidos: Antes el parné que la gloria

Michelle Obama, durante la presentación de sus memorias por varias capitales, gira grabada en un documental. / Netflix
En Estados Unidos, la primera dama es una institución pública. Se convirtió en algo así desde principios de siglo XX, pero quedó perfectamente modelizada con la esposa (y prima en segundo grado) del presidente Franklin Delano Roosevelt, Eleanor. Crecida en el seno de la élite política de país – era también sobrina de Theodore Roosevelt –, no tardó en descubrir que su esposo le era infiel y lo seguiría siendo siempre. Es perfectamente verosímil un pacto: tú sigues con tus infidelidades si yo puedo seguir escribiendo y practicando mi activismo político.
Eleanor fue más allá. Sin ella es muy probable que su esposo hubiera abandonado la actividad política cuando en 1921 la polio lo dejó paralítico. Se transformó en uno de sus principales recursos político-electorales hasta su muerte en 1945, después de ganar cuatro elecciones presidenciales. Tras el fallecimiento de FDR, Eleanor mantuvo una intensa actividad y, entre otras cosas, fue delegada de Estados Unidos en la ONU. Fue articulista y conferenciante y gestionó astutamente sus apoyos a candidatos al Congreso y a la presidencia. Apoyó a Kennedy, pero envuelta en reservas.
Después de Eleanor Roosevelt quedó claro que debería definirse el papel protocolario de la primera dama. No es un cargo electivo ni percibe remuneración alguna. Suele encargase de asuntos o causas sociales y también se le reconoce cierta intervención en la organización de actos sociales y ceremoniales en la Casa Blanca. Por supuesto que no recauda dinero entre grandes empresas para organizar cursos universitarios o parauniversitarios. En Estados Unidos, un caso como el de Begoña Gómez sería un escándalo incomprensible. Entiéndase bien: el escándalo no derivaría de ninguna irregularidad en el trabajo de Gómez, sino de su trabajo mismo.
Michelle Obama tuvo y sigue teniendo un contraejemplo: Hillary Clinton. Su lema es que si no hace lo que hizo Hillary – a la que admira no obstante –, todo le irá bien. Fue una excelente alumna de Sociología en Princeton y se licenció en la Escuela de Derecho de Harvard, donde además obtuvo un posgrado. Casi inmediatamente comenzó a trabajar en un bufete singularmente prestigioso, Sidley & Austin. Ahí conoció a su futuro marido. Juntos se mudaron a Chicago, en cuya universidad le ofrecieron una plaza y después fue vicedecana asociada. Y sin embargo, a una jurista de prestigio, brillante gestora y obvia capacidad de trabajo, Obama no le ofreció nada distinto a lo que había hecho cualquier primera dama republicana. Michelle no quiso. A los Obama les pesaba el recuerdo espeluznante de Hillary Clinton, a la que su esposo designó presidenta de una comisión para la reforma del sistema sanitario estadounidense. La derecha y la sanidad privada crujieron a Hillary Clinton; los demócratas no la defendieron con demasiado entusiasmo. Más tarde, como candidata presidencial, perdió las elecciones frente a Donald Trump, quien la insultó hasta el delirio y anunció que la meterían en la cárcel.
Michelle Obama se decidió a impulsar campañas a favor de la integración racial, el ejercicio físico y la buena nutrición entre los niños y los adolescentes norteamericanos. Y a publicar libros que se han vendido bastante bien – especialmente su autobiografía –, escritos invariablemente por escritores de alquiler. Los que siguen fantaseando con una candidatura política para Michelle Obama se confunden. Fue una joven activista y ahora solo quiere ser una modesta millonaria que pasa sus días en su mansión en Martha’s Vineyard. Cobra casi 100.000 dólares por conferencia. Y prefiere el parné que la gloria.
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