Opinión | Tribuna

Contar estrellas no significa entender el cielo

Lluvia de estrellas.

Lluvia de estrellas. / Archivo

Hay libros que no se leen, sino que nos leen. Han pasado ochenta y dos años desde su publicación y El principito sigue presente. Lo leímos de niños, convencidos de que lo comprendíamos, pero ahora, al volver a sus páginas, descubrimos que fue él quien siempre nos entendió.

El libro nos recuerda una verdad que preferimos ignorar: seguimos funcionando, pero hemos olvidado por qué. El niño pregunta porque la inocencia le tiembla entre las manos. El adulto calla porque confunde costumbre con certeza, porque cree poseer respuestas que, en realidad, nunca fueron suyas.

Tomemos, por ejemplo, al personaje del rey. Es la figura de autoridad que necesita controlarlo todo: su familia, su carrera, su vida. Cree que mandar es lo mismo que existir. Pero esa necesidad de poder, de ser el dueño, de ser alguien, es solo la máscara del miedo. Miedo al caos, a la incertidumbre, al desorden. Los adultos, y los hombres en particular, han sido educados en la idea de que deben ser un pilar, un ancla. Y, cuanto más pesado es el pilar, más se hunde en el barro.

Luego está el hombre de negocios que se pasa el día contando estrellas. No las admira, no las comprende, solo las cuenta. Las anota en un papel y se jacta: «Soy rico». Cree que el número le da derecho sobre ellas, como si acumular cosas fuera lo mismo que entenderlas. Es uno de esos adultos alienados que se pierden en cifras: las del banco, las de las facturas, las de las calorías. Ha dedicado tanto tiempo a reducir la vida a lo que cabe en una hoja de Excel que ha olvidado qué es vivir. A veces, en mitad de la noche, el vacío le sorprende, pero no sabe ponerle nombre. Como si le faltara algo esencial, algo que no cabe en una fórmula.

¿Y el farolero? Un autómata atrapado en una rutina silenciosa. Se levanta, toma el café, va al trabajo, regresa a casa y repite, sin saber muy bien por qué. Compra cosas que prometen llenar el vacío: coches que lo hacen sentir libre, zapatillas de marca que, lejos de permitirle avanzar, lo mantienen en la misma inercia, relojes caros que marcan un tiempo que no sabe disfrutar. Su vida es un ciclo sin fin, pero no se detiene a cuestionarlo. Si lo hiciera, se encontraría cara a cara con lo que teme: algo que, en el fondo, ni siquiera sabe reconocer.

Los adultos vivimos distraídos, ocupados y temerosos. Tememos no ser, no importar, tememos que el tiempo nos arrastre sin dejar huella. Acumulamos, producimos, obedecemos, sin preguntarnos de qué estamos huyendo. Somos cautivos del tener, del deber y del hacer, como si esa constante ocupación ocultara el murmullo que nos acecha: la duda de saber si hemos aprovechado la vida.

No es casualidad que el zorro, el más sabio de los personajes, sea quien le revela la verdad más sencilla y profunda: «Solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos». Sin embargo, nos negamos a ver. Observamos, sí, pero a través de pantallas y cifras, con la calculadora en una mano y el móvil en la otra. El corazón nos desconcierta, quizá porque escapa a las leyes de la razón y del cálculo.

Ser adulto no es el problema. El problema es que, en algún momento, tomamos el camino equivocado sin darnos cuenta. No es la niñez lo que perdemos, sino la mirada esencial que ella trae consigo. En 1943, Saint-Exupéry no escribió una fábula nostálgica sobre la infancia. En un mundo sacudido por el estrépito de las bombas y la metralla, escribió una dura crítica a una sociedad que había dejado de interrogarse por el verdadero sentido de las cosas. Una sociedad que, al perder la curiosidad y el asombro, permitió el horror de los campos de concentración, las ciudades recudidas a escombros y los cuerpos sepultados bajo la nieve. Como si la realidad hubiera estallado y, con ella, la humanidad misma.

¿Y hoy? Cambian los nombres, las fronteras, los discursos, pero las bombas siguen cayendo, los niños siguen huyendo, los cuerpos se acumulan bajo otros cielos. Mientras tanto, seguimos ocupados, seguimos produciendo, obedeciendo. Cambiamos de canal. Pasamos al siguiente vídeo. No es que no miremos, es que hemos aprendido a no ver.

Sin temor a la oscuridad ni a las preguntas sin respuesta, el Principito atraviesa el desierto con la mirada en las estrellas. Cree que cada noche se iluminan para que todos podamos encontrar la nuestra. ¿Y si nos atreviéramos a mirarlas de nuevo? Tal vez, en su resplandor, hallaríamos una invitación a ver, a vernos, quizá como nunca antes.

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