Opinión | tribuna
La batalla por la vivienda: hay esperanza

Varias inmobiliarias amanecen con pintadas de "culpables" el día antes de la manifestación por la vivienda en Palma / Abini
Vivimos una situación de honda fractura social, vinculada a un desplazamiento silencioso de la población consecuencia de la mercantilización extrema del derecho a la vivienda. En este contexto, cabe plantearse cómo hemos llegado hasta aquí y si existen vías para impedir el secuestro de un bien esencial o, por el contrario, nos resignamos al dictado del mercado.
El fenómeno de la turistificación no obedece a la casualidad, sino que emana de una estrategia económica enfocada en la explotación de espacios y recursos de la comunidad. Pero hay esperanza, un ejemplo cercano se dio en el paseo del Borne de Palma cuando un establecimiento ocupó los bancos públicos, y la reacción inmediata de la ciudadanía dejó claro que todavía hay ciertos límites que no se aceptan.
En el archipiélago balear, el auge de los alquileres turísticos ha convertido las viviendas de uso habitual en alojamientos temporales, vaciándolas de su función como espacio de residencia y despojándolas de su arraigo comunitario. Así, el hogar pierde su condición de derecho para pasar a verse como un recurso lucrativo, una especie de «hotel disperso» que se beneficia de infraestructuras colectivas y constituye una nueva versión de colonialismo económico. Con ello, los elementos más valiosos del lugar —la vivienda, el entorno y la identidad cultural— se ven sometidos a una explotación privada e intensiva.
Por otro lado, las ganancias generadas por el alquiler vacacional rara vez repercuten en la población local; los empleos derivados suelen ser estacionales, con salarios limitados y bajo la dependencia de grandes plataformas o inversores internacionales. De hecho, la creciente atención de fondos soberanos procedentes de Noruega, Rusia, Qatar o Emiratos Árabes Unidos ha alterado la configuración de la propiedad en las islas. En 2023, el 20% de las inversiones extranjeras se orientaron a activos turísticos y bienes inmobiliarios.
La respuesta institucional a estos problemas ha evidenciado una falta de empatía hacia las necesidades de la ciudadanía. Sin embargo, en paralelo, ha surgido un movimiento social que cuestiona la supuesta «hospitalidad» mallorquina y demanda un replanteamiento del modelo turístico bajo criterios de justicia social y sostenibilidad. El mercado de Pere Garau en Palma ilustra esta resistencia: al negarse a convertirse en un espacio gourmet o franquiciado, se salvaguardó su perfil popular y multicultural, probando que la autenticidad puede prevalecer ante la estandarización y la presión del capital.
El escenario actual demuestra una evidente saturación, y cada vez es mayor la certeza de que «las viviendas no son hoteles». Por ello, se pide regular con urgencia para asegurar la función social de la vivienda, eliminar las licencias para usos turísticos, frenar la especulación exterior y posibilitar el acceso asequible a la residencia. La dignidad de una comunidad no puede subordinarse al rédito privado; al fin y al cabo, es la gente —con sus costumbres, cultura y paisaje— quien nutre la verdadera riqueza turística. Redistribuir los ingresos y garantizar que su aprovechamiento llegue a quienes lo hacen posible resulta fundamental para lograr una sociedad más justa, sostenible y equitativa.
Casos como la defensa del mercado de Pere Garau o del espacio público del Borne demuestran que aún hay esperanza. Cuando las decisiones políticas van de la mano con los intereses colectivos, es viable frenar la reconversión de los ámbitos comunitarios en escaparates para visitantes. Si un mercado puede oponerse, igualmente puede hacerlo una ciudad. Y si una ciudad resiste, toda la comunidad tiene la oportunidad de elegir su futuro.
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