Opinión
Gobernar se ha puesto imposible
Por primera vez, ejercer el poder democrático se ha convertido en una tarea inhumana, que concentra sobre sus depositarios el desprecio de la mayoría aplastante de la población

Pedro Sánchez y Justin Trudeau / Borja Puig de la Bellacasa / Pool Moncloa
La revista no solo satírica The Onion titula esta semana que "El punto más bajo de la civilización occidental se alcanzará este domingo a las 14.35". Es probable que el vaticinio solo se equivoque en la hora, un error nimio dada la magnitud del acontecimiento pronosticado. Se apuntará aquí a una causa inmediata de la degradación de Occidente, otro concepto cancelado por la ruptura entre Washington y Bruselas.
En síntesis, gobernar se ha puesto imposible. Una cuestión social es de resolución imposible cuando no puedes culpar a los dirigentes políticos de ser incapaces de abordarla con éxito. En esta encrucijada y por vez primera desde su alumbramiento, ejercer el poder democrático se ha convertido en una tarea inhumana, que concentra sobre sus depositarios el desprecio de la mayoría aplastante de la población.
¿De cuánto odio se está hablando? En los países donde las encuestas sociológicas preservan cierta entidad, el rechazo explícito supera ampliamente al sesenta por ciento de los encuestados. Así Obama (38 por ciento de aprobación) como Donald Trump (34) superaron el repudio mayoritario en los estertores de sus mandatos. La disparidad de los presidentes estadounidenses condenados, a quienes se puede unir George Bush (25) o Bill Clinton (37), obliga a prescindir de la valoración ideológica o incluso histórica. Son odiados porque habitan en la Casa Blanca.
El sueño de mirar por el ojo de la cerradura de las puertas cerradas del poder se convierte así en una pesadilla. Ampliando el mapa, se descubre el cementerio de ídolos caídos como Justin Trudeau (22 por ciento de aprobación). Entre las jóvenes diosas devoradas por la imposibilidad de gobernar destacan la neozelandesa Jacinda Ardern (30) o la treintañera finlandesa Sanna Marin, con un equilibrado 50 que no la libró del cadalso.
Simon Hart fue el jefe del grupo conservador o "látigo" en el parlamento británico, y acaba de escribir ‘Ingobernable’, un libro localizado con posterioridad a la elección del título de este artículo. Su recorrido por el poder británico obliga a repasar la accidentada secuencia de David Cameron, Theresa May, Liz Truss (49 días en el cargo), Boris Johnson y Rishi Sunak, camino de la catástrofe final de los ‘tories’. El carrusel en Downing Street de una de las democracias más acentuadas del planeta, con primeros ministros extraídos de la élite de Oxford, permite apreciar la peliaguda situación del gobierno del pueblo para el pueblo.
Buena parte de los dirigentes sacrificados no han sido aplastados por sus errores en el desempeño del cargo, sino meramente por ejercerlo. El menosprecio de la plebe no es una cuestión personal, las turbulencias son indiferentes a la identidad de los gobernantes. Se ha retrasado la situación española hasta el límite, pero es inevitable consignar la mísera puntuación de 4,1 otorgada a Pedro Sánchez, en el último barómetro de su CIS. La situación empeora al consignar que el Centro puntúa tramposo entre uno y diez, por lo que la nota real es un 3,1. En efecto, se inscribe en el rango del repudio a los restantes gobernantes mundiales.
La oposición no se beneficia en ningún país del descrédito de los titulares del Gobierno, tampoco en España. La calificación real de Núñez Feijóo es de 2,8, por lo que solo el fatalismo le concede un aura de sucesor. Yolanda Díaz se estanca en el 2,9 tras haber sido la política mejor valorada de España durante años, una vez desaparecidas sus opciones de gobernar. El 1,8 de Santiago Abascal se corresponde con el político que no necesita gobernar para ejercer su poder. Los números de Vox son ajenos a su líder coyuntural.
El riesgo del "estrés del fracaso constante", en la expresión canónica de Martin Gurri, consiste en rebajar el nivel de aceptación de los dictadores, hombres fuertes y líderes iliberales, en sentido decreciente de asfixia. La desesperación contribuye a limar las asperezas de las propuestas extremas o extravagantes, que acaban siendo aceptables para sectores de la población que parecían inmunes a la corrosión.
El secreto del análisis político ante la imposibilidad de gobernar consistiría en ser duros en lo concreto, pero comprensivos en lo abstracto. De entrada, esta disyuntiva resulta difícil de metabolizar, en tiempos que no se caracterizan por la sutileza. La imagen de un diputado conservador como Elías Bendodo tildando de "túnel de lavado" al Tribunal Constitución resulta indigesta, forzada por una lógica de las redes sociales que obliga a doblar la apuesta más radical. La oposición tiene todo el derecho a sabotear al Gobierno, pero la carga explosiva actual pone en peligro al tinglado en su conjunto.
La decepción ante la evidencia de que un Gobierno no sirve para todo ha condenado a la constatación bipolar de que no sirve para nada. Se ha desplazado el debate político hasta centrarlo en asuntos que los ejecutivos democráticos son impotentes para resolver, ya sea la deprimente y debilitante cultura ‘woke’, los patriotismos desechables de las proclamas trumpistas o la "felicidad" insoportable de Yolanda Díaz. La única evidencia de los gobernantes actuales garantiza que el siguiente no lo hará mejor.
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