Opinión | Tribuna
El mercado de las emociones

El concursante José Carlos Montoya en el programa de televisión ‘La isla de las tentaciones’. / Tele 5
Que La isla de las tentaciones haya llegado a su fin no cambia lo que quedó claro desde el principio: este reality show es mucho más que un simple entretenimiento. Es un curso intensivo de economía sentimental donde las emociones —lágrimas, sonrisas y celos incluidos— se convierten en activos de alto rendimiento en la bolsa del deseo. Olvídese de las criptomonedas o del mercado inmobiliario: aquí se especula con capital erótico y emocional, y nadie sale ileso de la inversión.
Entre mosquiteros y arena fina, los concursantes —perdón, los «participantes», que suena más digno— escenifican una verdad incómoda: amar ya no es un arte que demanda humildad, coraje, fe y disciplina, como creía Erich Fromm, sino una operación de compra-venta regida por la ley de la oferta y la demanda: la pasión se subasta, la fidelidad se regatea y el olvido siempre llega con descuento.
Nada de esto es nuevo, en realidad. El amor, históricamente, ha sido un trueque, una moneda de cambio. En el pasado, el precio se medía en dotes, alianzas y convenios familiares; hoy, en audiencias y likes. Lo que ha cambiado no es el intercambio, sino la velocidad con la que se realiza. En tiempos de encuentros instantáneos mediados por deslizamientos de pantalla, el amor se sirve en monodosis solubles, como un café de máquina: rápido, impersonal y condenado a enfriarse en segundos.
Lo insostenible es que nos venden la ilusión de que cada emoción es auténtica. A los concursantes se les advierte de que están a punto de enfrentar la mayor «prueba de amor» de sus vidas, como si estuvieran a punto de atravesar en prime time el desierto de Judea en busca de la verdad eterna. Sin embargo, lo que realmente encuentran no son revelaciones trascendentes ni momentos de conexión profunda, sino focos deslumbrantes, cámaras que no dejan de grabar y una marca de champú patrocinada.
En un mundo donde nos han repetido hasta la saciedad que el deseo es algo íntimo y personal, resulta desconcertante ver cómo se convierte en el producto de una cadena de montaje televisiva, en la que cada tentación está diseñada para ser más predecible que el minuto de gloria de un influencer. Seducir ya no es un acto genuino, sino un cálculo milimétrico, una estrategia elaborada de mercantilización. Un par de ropas ligeras, un cóctel bien servido en la piscina y listo: el deseo se sirve al instante, tan accesible y desechable como una hamburguesa de fast food.
Los concursantes, esos maestros de lo espontáneo, no paran de repetir frases como «estoy aquí por amor», «mi corazón me está diciendo esto», o la más filosófica de todas: «Te estoy mostrando quién soy realmente». Todo mientras una cámara los persigue sin cesar, capturando su «espontaneidad» con una precisión casi quirúrgica, justo en el momento en que el guion les exige interpretar la emoción de turno.
Es curioso, además, cómo los hombres, que durante toda su vida han sido socializados para ocultar sus sentimientos tras sonrisas rígidas y frases hechas, se entregan sin reservas al desbordamiento emocional, como si aquello fuera una competición olímpica para disputarse el grito más ensordecedor o el llanto más desesperado. En un instante, sus corazones explotan, las lágrimas caen y las palabras «te quiero» o «te necesito» se dicen con la misma facilidad con la que se habla del clima. ¿La vulnerabilidad masculina? Un espectáculo barato de televisión.
Como señala Eva Illouz, en la era del capitalismo emocional las emociones se diseñan, se publicitan y se consumen según la implacable lógica del mercado. Por su parte, Bauman advertía sobre cómo el amor se ha vuelto «líquido», perdiendo la capacidad de sostener vínculos duraderos en un mundo de relaciones fugaces. La isla de las tentaciones no es más que la versión televisiva de estos diagnósticos.
Pero la mayor trampa no está en la isla, sino frente a la pantalla. Nos creemos inmunes a la intoxicación de la imagen, al consumo de lo artificial, pero ahí seguimos, enganchados, validando la lógica de la emoción convertida en espectáculo. ¿Por qué seguimos viendo estos programas si sabemos que son puro artificio? ¿Qué placer obtenemos? Tal vez no buscamos autenticidad, sino la comodidad de sentir sin arriesgar. Entre tanto circo, hemos olvidado que el amor siempre está expuesto al vértigo de lo incierto, al riesgo de lo real y a una entrega que no cabe en un guion. Pero claro, ¿quién quiere adentrarse en los misterios del alma cuando es más fácil encender la tele y darse un atracón de emociones precocinadas con fecha de caducidad?
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