Opinión | Tribuna

Juego de tronos

19/12/2024 El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), durante el Consejo Europeo, a 19 de diciembre de 2024, en Bruselas (Bélgica).

19/12/2024 El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), durante el Consejo Europeo, a 19 de diciembre de 2024, en Bruselas (Bélgica). / Pool Moncloa/Borja Puig de la Be / Europa Press

Cuando el medio para obtener el fin compromete nuestra integridad moral, tenemos un grave problema ético que debemos abordar con responsabilidad. Porque, frente al utilitarismo que prioriza el resultado y la deontología que se enfoca en la moralidad del medio, hay siempre un equilibrio, un término medio que conviene alcanzar para garantizar la paz social y nuestra propia supervivencia como especie humana.

Dado el marco geopolítico en el que nos encontramos, donde tenemos al frente de nuestros designios a los dirigentes que tenemos: Trump, Putin, Sánchez, Maduro, Kim Jong-un…conviene hacernos una pregunta que, si bien, puede no despertar nuestras aletargadas conciencias, hemos de contestar con honestidad: ¿es cierto que el fin justifica los medios o son los medios los que justifican el fin? Porque si, como sostenía Maquiavelo y algunos utilitaristas, el objetivo es noble, cualquier medio para alcanzarlo puede justificarlo, incluso si es moralmente cuestionable. Mientras que, para otros, como Kant, por el contrario, lo correcto es actuar según principios morales y normas éticas, sin importar el resultado. Ambas posturas plantean objeciones importantes. En el primero de los casos, la inmoralidad del medio (por ejemplo, el asesinato de Hitler) embrutece el noble resultado (acabar, en su momento, con el genocidio de judíos). Mientras que en el segundo, actuar siempre dentro de unos principios éticos estrictos, suele ser poco práctico al no permitir alcanzar resultados positivos y exitosos, en situaciones complejas. En el primer supuesto, aplicado a nuestra actualidad, tendríamos a Pedro Sánchez, que sigue instalado en el poder a toda costa y por cualquier medio (dudo, sin embargo, que la «honorabilidad» del fin justifique sus medios, pero bueno). En el segundo, a Núñez Feijóo, que si continúa como hasta ahora, sin una estrategia audaz y sin escoger mejor sus armas para vencer al adversario, jamás llegará a ser presidente del gobierno, ni logrará hacer realidad las bondades que promete.

En cualquier caso, como en la vida misma, el equilibrio es la clave del éxito. Porque no se puede ignorar completamente la importancia del resultado, como tampoco justificar cualquier acción en su nombre. En este sentido, lo ideal es el enfoque intermedio en el que los medios han de respetar unos principios básicos de justicia y ética, pero con cierta flexibilidad según el contexto. El problema se da, como es el caso, cuando ni los medios ni el fin que se persiguen son justos, nobles o éticos. En este supuesto, el de España, con los debidos respetos, ni Maquiavelo defendería lo indefendible.

Sea como fuere, un cierto pesimismo e impotencia se está instalando en aquellos que no estamos conformes con el curso de los acontecimientos. Donde una minoría, la representada por siete ínfimos votos, se impone a los designios y la voluntad de la mayoría, maltratada por la Ley D’Hondt. Debemos en este momento, cuestionarnos con cierta autocrítica, lo que está sucediendo y preguntarnos si los políticos que tenemos cumplen con su función social, solucionar los problemas de los ciudadanos sin generarlos. Y en este sentido, y por si no se han percatado aún, la mayoría de nuestros queridos políticos se han convertido en entes implacablemente ineficaces, e incapaces de priorizar el bien común, ni de llegar a pactos de estado, o establecer líneas rojas bien definidas que separen el bien del mal. Ellos, con nuestro silencio cómplice, han comprometido nuestros valores menospreciándolos y convirtiéndolos en algo relativo y transigible. Principios y valores, solo sujetos a la discrecionalidad de los cambios de criterio u opinión de quien gobierna, cual juego de tronos, sin reparo en trastocarlos, pervertirlos y pisotearlos a manos del poder que se pretende a toda costa, sin reparar en daños, dejando una sociedad huérfana y dividida, al borde del precipicio.

«La prueba suprema de virtud consiste en poseer un poder ilimitado sin abusar de él» .Thomas Macaulay.

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