Opinión | Tribuna

Arbitrios con fines no fiscales y aranceles

Impuestos

Impuestos / PB

En la legislación local española era tradicional la existencia, entre las exacciones municipales, de los llamados «arbitrios con fines no fiscales», que consistían en unos tributos cuya finalidad, más que recaudatoria o fiscal, se encaminaba a conseguir otro tipo de resultados de variada tipología.

En concreto, la Ley de Régimen Local del año 1955 contenía la regulación de esos tributos, hasta que fue derogada por la Ley reguladora de las Haciendas Locales de 1988. En aquellos casos, no se trataba tanto de gravar algún tipo de manifestación de riqueza en sí misma (lo que sería propio de los impuestos), sino únicamente determinadas actividades, con la finalidad de conseguir un resultado ajeno al fiscal, aunque de interés público. Había arbitrios sobre limpieza y decoro de fachadas, patios interiores, medianerías y puertas que se abran hacia el exterior, o sobre tenencia de animales de compañía, uso de bicicletas, solares sin edificar, sobre piso vacíos, chimeneas industriales, etc.

Esa clase de tributos desaparecieron en el ámbito municipal cuando entró en vigor la citada Ley de Haciendas Locales, aunque con posterioridad algunas haciendas autonómicas han ido recuperando tipos impositivos cuya finalidad no era fiscal, sino medioambiental, punitiva o de otra naturaleza (la mal llamada ecotasa sería un ejemplo de ellos).

He vuelto a pensar en esos arbitrios con ocasión del uso de la política arancelaria que está anunciando la nueva Administración norteamericana. Como es sabido, los aranceles son unas tarifas que se pagan por los productos o servicios que entran en un país y sirven para recaudar fondos públicos y proteger a las empresas locales (es decir, funcionalidades de carácter fiscal y de política económica).

Según las noticias que vamos viendo -cada día nos desayunamos con alguna novedad- resulta que, ahora, el modo de conseguir que un Estado refuerce su control de fronteras, luche contra el narcotráfico o se avenga a alguna pretensión de las muchas que se le van ocurriendo al nuevo presidente, consiste en amenazarle con imponer aranceles a sus productos para que puedan entrar en el mercado estadounidense. Es decir, se usan esos aranceles como forma de conseguir una finalidad ajena al mundo económico, a modo de amenaza (expresada, además, con muy malos modos, con un matonismo totalmente ajeno a las maneras diplomáticas al uso).

Lo peculiar de esos casos es que los aranceles no se basan en ninguna necesidad o estudio económico, racional u objetivo, sino que obedecen, simplemente, a la voluntad de una sola persona (o así, al menos, nos lo presentan los medios de comunicación), que, por alguno de los motivos expresados, decide imponer tales aranceles si el otro Estado no obedece lo que se le ordena. Y sin que intervenga, tampoco, el poder legislativo; lo cual parece aún más extraño en un país que dio origen al viejo aforismo «no taxation without representation», tan cercano a la mentalidad revolucionaria que impulsó la creación de los Estados Unidos de América. Ahora resulta que lo que decida una sola persona es suficiente para alterar las reglas del juego de modo tan drástico.

En fin, es todo incomprensible. Al menos para alguien que intente analizar la realidad bajo parámetros de lógica y racionalidad.

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