Opinión | Tribuna

Odile Rodríguez de la Fuente

Nuestra salud, nuestra identidad

Nuestra salud, nuestra identidad

Nuestra salud, nuestra identidad

Somos universo.

Estamos hechos de polvo de estrellas. Los elementos fundamentales que componen nuestro ser—como el carbono, el oxígeno, el nitrógeno y el hierro—fueron forjados en el núcleo de las estrellas que, al explotar como supernovas, sembraron el universo con los componentes esenciales de la vida tal como la conocemos.

Somos vida.

Un fenómeno tan extraordinario y misterioso que desafía una definición precisa, y cuyo origen aún sigue siendo un enigma. Quizás el reto radica en que la vida no es un «algo», sino un «acontecer». No se trata de un sustantivo, sino de un verbo. La vida es un impulso creativo y expansivo, capaz de transformar su entorno para mejorar su propia existencia, generando alianzas que conducen a una creciente complejidad. La vida es la fuerza que ha dotado a nuestro planeta de características únicas, que no se encuentran en ningún otro lugar conocido del universo.

Somos ecosistemas.

Llevamos dentro y sobre nosotros miles de millones de microorganismos. Bacterias, virus y hongos superan en número a las células que componen nuestros propios tejidos. Esta microbiota es esencial: sintetiza vitaminas, fortalece nuestro sistema inmunológico, nos protege frente a patógenos y regula nuestras emociones.

Somos familia.

Estamos profundamente conectados a todas las especies con las que compartimos la Tierra. Podemos trazar una línea continua desde LUCA, el último antepasado común universal—una bacteria que vivió hace unos 4.000 millones de años—hasta cada una de las especies que habitan el planeta. Compartimos genes y procesos metabólicos con todas ellas. Somos ramas de un mismo árbol.

Somos conexión.

Respiramos el oxígeno que producen los seres fotosintéticos y exhalamos el dióxido de carbono que estos utilizan para crear su alimento. Evolucionamos en interacción constante con la naturaleza, mediante el intercambio de energía, materia e información. Este proceso ha agudizado nuestras capacidades, hasta permitirnos desarrollar una conciencia capaz de reflexionar sobre nuestra existencia.

Somos equilibrio.

El producto de un baile, aparentemente contradictorio, entre la competitividad y la cooperación, que lleva ocurriendo durante casi 4.000 millones de años. Belleza, altruismo, cooperación, destrucción y sufrimiento forman parte del flujo de la existencia. Sólo el amor tiene el poder de elevarnos a un lugar que unifique estas contradicciones y les otorgue sentido.

El ser humano, cuando se desconecta de la naturaleza, sufre. Física, anímica y espiritualmente. Hoy sabemos que el embriagador olor a tierra mojada, el petricor, está compuesto por sustancias volátiles que estimulan la liberación de serotonina en nuestro cerebro. También sabemos que algunas bacterias del suelo liberan sustancias con efectos antidepresivos que inhalamos al caminar por un bosque o trabajar la tierra. El contacto con la naturaleza—como caminar descalzos, tomar el sol o bañarse en el mar—nos aporta vitaminas, sales minerales y equilibrio energético. Los procesos curativos son más rápidos cuando estamos en entornos naturales, y el déficit de naturaleza, especialmente en los niños, puede desencadenar trastornos emocionales, conductuales y fisiológicos.

Cada día, mientras nos alejamos más de lo que somos, mientras las ciudades y la tecnología despojan a nuestro mundo de la espontaneidad de lo salvaje, emergen más evidencias científicas que confirman lo que siempre supimos: somos naturaleza. Nuestra salud es una con la del planeta, y su deterioro no es más que un reflejo del nuestro.

Recuperar nuestra humanidad, nuestra esencia, depende de la naturaleza. De dejarnos abrazar por su belleza, su misterio, su equilibrio y sus propiedades. De regresar a casa para restaurar nuestra plenitud y sabiduría.

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